lunes, 14 de marzo de 2011

Carpe diem

Recientemente mi hermana Montse, que es muy listilla, me ha regalado un libro y no por el hecho de su insistencia, sino porque no encuentro mejor forma de expresar mi agradecimiento, lo he leído.

Haruki Murakami, en «De qué hablo cuando hablo de correr», que es el título de la obra recomendada, entre otras cosas, narra su perplejidad al descubrir un buen día que su cuerpo ya no respondía a las solicitaciones de su mente.

A pesar de los duros entrenamientos a los que se sometía y a la atención y esmero con los que planificaba los maratones, el japonés ya no era capaz no sólo de reducir los tiempos que empleaba en hacer el recorrido, sino que ni tan siquiera los podía mantener. Descubrió que la edad había hecho mella en su cuerpo. Había envejecido. Es decir, en una dirección viajaba su mente y en otra su cuerpo, y cada una por su lado, que supongo yo que es lo más parecido a envejecer. En esos mismos instantes se dio cuenta que no cabía otra cosa que aprovechar las posibilidad que le ofrecía su organismo en cada instante, y olvidarse de lo que había sido. Se lo tomó como una lección de la vida, que yo de forma muy libre traduzco por la expresión latina «carpe diem».

Esta locución aparece traducida en todos los manuales como «aprovecha el día», o lo que es lo mismo «aprovecha cada uno de los instantes del día, no los malgastes». Dicen que esta frase fue acuñada hace más de 2000 años por el poeta Horacio.

Mi padre, que yo sepa, nunca leyó al poeta romano, y si lo hizo, debió ser, tal como Aznar hablaba el catalán, en su más absoluta intimidad. Sin embargo, habitualmente me espoleaba con una frase que guardo en el recuerdo, que puede considerarse una digna versión obrera del aforismo latino. Como digo, mi padre, no sólo a mí, sino al resto de hermanos nos perseguía frecuentemente con el latiguillo de «no dejéis para mañana lo que podáis hacer hoy», versión proletaria y más actual del carpe diem. Si se quiere, en su versión más actual, el no dejéis para mañana…es toda una oda a la productividad, hoy tan de moda.

La esperanza de vida desde los tiempos de Horacio hasta nuestros días, afortunadamente, ha crecido, no de forma exponencial, pero sí de manera significativa. Por tanto, en el centro de nuestras preocupaciones no se sitúa el hecho de envejecer prematuramente, sino de cómo pasar y a qué dedicar los largos años que el Gobierno nos augura de vejez, es decir los que pasaremos como gravosos pensionistas a cargo del Estado. La preocupación se ha desplazado del inicial «vive bien porque morirás pronto», al «vive bien porque envejecerás pronto», al definitivo «vive bien porque sino se te hará insoportable la existencia». Todas estas máximas también son traducciones no literales; pero empleadas en distintas épocas como versiones castellanas válidas del adagio latino, que como se ve ha ido transformando su significado con los tiempos. Para que luego digan que la lengua no es un cuerpo vivo.

A mi ésta es una expresión que me gusta emplear y sobre todo poner en práctica como una filosofía de vida, que en definitiva es de lo que trata el libro de Haruki Murakami, cuya lectura me ha recomendado mi hermana. Pero yo no me identifico con ninguna de las acepciones que he recogido hasta ahora para este término, sino con otra bien distinta, consistente en  una actitud positiva de la persona, comprometida con el hecho de vivir intensamente cada instante. Una actitud relacionada más con afrontar el ejercicio de incorporarse a la vida y a sus quehaceres diarios con optimismo y alegría. Nada puede producir mayor satisfacción a un padre que despedir a sus hijos cada mañana, antes de salir los unos al trabajo y los otros al cole, con un beso en la mejilla y un «Carpe diem, hijo».

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