lunes, 14 de mayo de 2018

Dejar que el tiempo cure las heridas

Recuerdo aquel chiste que hace muchos años se contaba de Franco. Se decía que sobre la mesa de su despacho acumulaba, a cada extremo, dos montones de papeles con asuntos que requerían una solución. De un lado colocaba aquéllos que el tiempo había resuelto y del lado opuesto los que el tiempo acabaría resolviendo. Para solucionar los problemas el dictador no debía hacer nada. Sólo dejar pasar el tiempo.

Durante los últimos años, en la mesa en la que reposan mis emociones he acumulado un montón de sentimientos con el propósito de dejar que el tiempo cure las heridas abiertas, acumuladas en esta batalla sin tregua que es la vida. Hasta ahora, no he sido especialmente activo en buscar una solución al problema, que, por el mero hecho de estar hablando de él, es la evidencia de que existe.

Creo firmemente en la Hipótesis de Gaya, en la capacidad de autorregulación del organismo, y creo que, con una mínima intervención, con algo de ayuda uno es capaz de superar aquellos eventos pasados que reiteradamente vuelve a nosotros para recordarnos los miedos, las inseguridades, los errores (reales o ficticios) que hemos cometido o las pérdidas que hemos sufrido.

Este paciente esperar preocupa a los más allegados, porque consideran que se corre un alto riesgo de aislamiento social, de disminución de la autoestima o de las ganas de vivir. Es difícil explicar al entorno lo que uno siente y las razones profundas que le llevan a elegir como mejor opción entre todas las que se ofertan, dejar pasar el tiempo. Y más difícil todavía convencer a los allegados de que se está haciendo lo que se debe hacer, que no es otra cosa que esperar a que venzan las horas. Conviene recordar que por mucha habilidad que uno tenga cocinando, la paella, a fin de cuentas, requiere 20 minutos de cocción. Por muy rápido que uno cocine, siempre debe dejar pasar ese tiempo para garantizar el éxito.

Hoy puedo certificar que mi organismo, con el paso del tiempo, está realizando bien su trabajo. La sensación de tristeza y abatimiento está dejando poco a poco espacio a la ilusión y a las ganas de vivir. Esta es una batalla dura que dirige y capitanea la parte de mi cerebro que se ocupa de mi supervivencia. He dejado que mi viejo y cansado reptiliano haga su trabajo con la sabiduría que le da haberse ocupado con éxito de que yo llegara hasta aquí. El reptiliano ha sido y es sin duda mi mejor aliado.

Considero que el esperar, a pesar del sufrimiento y de las dificultades, ha merecido la pena. Ha sido un aprendizaje muy positivo. En ningún momento he tenido la sensación de que la batalla estaba perdida. Bien al contrario, he sentido cómo muy lentamente los papeles pasaban de un extremo al otro de la mesa, poniendo cada cosa en su sitio y dando solución a aquellas cuestiones prioritarias que exigían una intervención inmediata y dejando para mejor momento las menos urgentes.

Hoy, finalmente, estoy feliz. Veo con claridad la salida del túnel y pese al trabajo que todavía está pendiente, creo que ya es hora de dar descanso a mi reptiliano y relevarlo con el neocortes y, sobretodo, por el límbico.

En el límbico se centran ahora todas mis esperanzas. Ya no será necesario pedir a la autoridad la intervención ni el rescate. El sistema está fuerte y fuera de peligro. Lo peor ha pasado.