jueves, 25 de abril de 2019

Una nueva ilusión

No tuve valor para hacer nada, así que me senté y esperé serenamente a morir. Mientras lo hacía miré hacía atrás y no encontré nada por lo que mereciera la pena levantarme. Todo lo que había pasado ya no tenía nada que ver conmigo. No me concernía ni me reconocía en ello. No esperaba recoger ningún fruto de lo sembrado. Es como si un mal augurio pronosticase que una climatología adversa, en un inmediato futuro, terminaría por arruinar toda la cosecha. No merecía la pena esperar. Ser testigo de semejante catástrofe solo traería más dolor (a esto algunos lo llaman cobardía). Y así lo anuncié a todos los que me quisieron escuchar. Ya no quiero seguir viviendo. La melancolía había terminado por adueñarse de todo mi ser. !Qué difícil me resultaba entonces explicarlo¡, y, aún hoy.

Mientras no hacía nada el mundo seguía girando. Cuando me pareció y tuve valor me levanté. Y contemplé la cosecha. ¿Arruinada? En cierta medida sí. Poco importaba que también hubiera frutos sanos y vigorosos. Esos frutos ya no me gustaban. Ya no me apetecían y dudo que probarlos le hicieran bien a mi organismo. Me acostumbre a una dieta sencilla: un poco de buena música, buenos libros y la compañía de algunas piedras. Mis tres pasiones de siempre. Aprendí a valorar el silencio.

De alguna manera la catarsis se había producido. Ahora más que nunca pienso que ese parón en la vida fue absolutamente necesario. A pesar de sentirme solo, nunca estuve solo. Nunca estuve en peligro. Ese dejarme morir era bueno para regenerar mi organismo, que ahora siento como poco a poco renace más vigoroso. Enfatizo lo de "poco a poco", porque el proceso tiene que ser así, lento, muy lento.

Ahora me siento más fuerte. Estoy más motivado y de alguna manera ha renacido en mi la ilusión. Lo más curioso es que tener conciencia de ello me da miedo. !Tener una nueva ilusión¡, !qué miedo¡ Miedo a perderla y no ser capaz de levantarme de nuevo, miedo a no ser capaz de gestionarla, miedo al fracaso...

Nunca forcé el cambio. Nunca busque nada, solo dejé que mi cerebro dirigiera mi cuerpo por los lugares adecuados por los que transitar. Y fue la inteligencia del cerebro la que me llevó a encontrar una nueva ilusión que me sacase del letargo, me hiciera levantar y me impulsase a caminar. Lo he hecho. Estoy muy satisfecho con el resultado. Pero a la vez tengo miedo. La fortaleza me ha dado seguridad y la seguridad me ha hecho ser más exigente.

He disfrutado de algunos días de vacaciones, y, aunque sigo sintiéndome extraño cuando vago (en esto como en tantas otras cosas soy nuevo), he adquirido conciencia de lo que necesito, del camino que debo recorrer y de las personas que quiero que me acompañen en él. En estos días he tenido tiempo de pensar en el futuro que quiero construir. En ese futuro que no hace mucho tiempo me negaba a mi mismo. Sigo triste, no hay más que leer lo que escribo para darse cuenta de ello, pero no tengo ninguna duda que esto ya tocó fondo. A partir de ahora la vida empieza adquirir distintas tonalidades y color. Siempre me gustó y me gusta ser un farraguas; vestir inadecuadamente; combinar mal los colores y agotar la suela de los zapatos hasta sentir la humedad y el frío en la palma de los pies. Pero en este tiempo también he aprendido a dejarme llevar, ponerme un indecente chaleco, pantalones ajustados a mi talla y una chaqueta, una horrible chaqueta, que hace de mi estampa la de un perfecto pijo. No ha pasado nada. Me he sentido bien y la vida y el mundo han seguido girando sin ni siquiera darse cuenta que existo. En estos últimos meses me he desecho de muchos prejuicios y de muchas otras cosas.

En estos días he metido los pies en el agua fría del Cantábrico, he mirado al horizonte lejano y he recordado la frase del maestro Galeano cuando se preguntaba para qué sirve la utopía y la comparó con el horizonte. He mirado hacia atrás y he visto que tiene razón, que sirve para caminar. Me he levantado, me he puesto en pié y he caminado de nuevo.

Visité la costa del Atlántico y he pasado unos días en Madrid. He recorrido más de 300 millas sólo para llegar a la capital y después he hechos otras 300 para llegar a mi destino cruzando la Carpetovetonia. He estado muy a gusto, a pesar de que los pronósticos iniciales no eran buenos (aparecieron nuevamente las tinieblas amenazantes). Esto también es una muy buena señal, porque significa que ya no hay nada que pueda pararme. 

Sin duda ha renacido en mi una nueva ilusión. Jamás lo habría esperado, ¿verdad Josefa?