jueves, 25 de agosto de 2011

Saberse mayor


A cierta edad, que no sabría concretar cual, los años tienen mil o dos mil días. Todo depende de la constitución de cada uno y de la ilusión con la que se vivan. El tiempo transcurre tan despacio que los días se alargan de tal modo que parecen nunca acabarse, se nos presentan eternos. Una semana es un tiempo que se nos antoja realmente amplio y un año no sabríamos definir con certeza cuanto tiempo abarca. No podemos posponer la realización de las cosas para dentro de un año, porque probablemente cuando llegue la fecha nuestra vida habrá cambiado de tal modo que ya no sepamos cual era la razón que nos impulsaba a esperar, o simplemente el aplazado suceso carece de interés para nosotros.

Poco a poco, sin darnos cuenta, el tiempo acelera su paso, los años se transforman en meses, los meses en semanas y las semanas en días. Todo transcurre tan rápido y a tal velocidad que apenas hemos terminado de fregar los platos de la cena de Navidad, cuando la televisión ya nos bombardea con anuncios publicitarios para que seleccionemos los regalos de la siguiente.

El tiempo transcurre plácidamente. Con sus vaivenes. Con sus idas y vueltas. De vez en cuando surge un sobresalto: el esguince del niño jugando al fútbol, las malas calificaciones de este trimestre, la incertidumbre del futuro de nuestros vástagos…Cosas de la vida; pero inmediatamente se instala en nuestras vidas de nuevo la normalidad. Los hijos en gran medida son los responsables de esa normalidad que comúnmente llamamos rutina. Tras los meses de verano, comienza la rutina: los libros del “cole”, el chándal nuevo, recuperar aquella ropa de invierno que todavía les vale, los zapatos de una talla más, los planes, las buenas intenciones, el ruido y el bullicio, etc. A partir de entonces, la rutina impone su ritmo, marca los hitos y los acontecimientos más destacados de nuestras vidas: el inicio del cole, la fecha de los primeros exámenes, las vacaciones, los cumpleaños, las fiestas de guardar, los fines de semana para descansar, etc. Podríamos decir que en esta rutina hasta los disgustos están sabiamente programados.

Pero llega un buen día en el que se cierra la puerta y tras ello surge un ensordecedor silencio, miramos a nuestro alrededor y no vemos a nadie. Por primera vez en muchos años, ese silencio y la calma que le sigue y se instala en nuestra casa nos proporcionan una placentera paz. Nos parece una ocasión propicia para dedicarnos una tarde a nosotros mismos, porque después de tantos años nos la merecemos. Tenemos todo hecho. Nadie espera por nosotros. Las luces están apagadas. El teléfono ya no suena. Nos levantamos, nos acercamos al baño para peinarnos y componernos un poco y…advertimos con sorpresa la imagen que nos devuelve el espejo de una persona mayor, con las evidencias y las marcas que ha dejado en su rostro el paso del tiempo. Hemos envejecido.

Poco a poco nos damos cuenta que a partir de este instante, de este gran hallazgo, las cosas van a ser muy distintas. Nuestros tiempos y nuestras rutinas serán distintos, como también serán distintas nuestras inquietudes y nuestras ilusiones. El espejo nos ha devuelto la imagen de un ser totalmente extraño para nosotros, que no conocemos y que a partir de este mismo momento tenemos que descubrir, comprender y aprender a convivir con él. Debemos descubrir una nueva forma de mirar y de mirarnos. Tenemos que empezar una nueva vida y esto a veces nos puede dar una enorme pereza. Pero, sin duda, para quien encuentra la vía y el modo de hacerlo, esta etapa de la vida será una de las más fructíferas de las que nunca haya disfrutado. No hablo de soledad; hablo de la vejez; pero también hablo del atardecer en un día de otoño en El Bierzo.

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