martes, 19 de julio de 2011

Contra la utopía

Tomás Moro escribió su famoso libro "Utopía" allá por el siglo XVI. En él describe una ciudad-Estado tan idealizada como irrealizable en el momento que la proyecta. En la ciudad de Tomás Moro los gobernantes se eligen democráticamente, no existe la propiedad privada, hay libertad religiosa, etc. El libro es pura gimnasia intelectual. El mismo autor sabía lo alejado de la realidad que se encontraba el modelo de sociedad que proponía
.
Tanto es así que Quevedo tradujo el título de este libro al castellano como el "No lugar". Y esta definición es la que ha prevalecido en el Diccionario de la Real Academia Española, frente a otras más optimistas como, por ejemplo, "lugar bueno".

Yo personalmente me apunto al origen de la palabra que aparece indicada en el DRAE, "No lugar".

Hay quien mantiene que las utopías son importantes en la vida. Yo les respeto; pero discrepo profundamente de ellos. Considero importante tener proyectos de futuro en la vida. Elaborar planes para el mañana no inmediato y que estos planes introduzcan mejoras en nuestras actuales condiciones de vida. Siempre hay que tener la esperanza de que el futuro nos deparará una mejor posición. Pero también considero muy importante no perder de vista el ritmo al que los cambios para mejorar deben producirse. Todos soñamos con una vida y una sociedad mejor; pero debemos impulsar estos cambios ahora y debemos disfrutar ya de su beneficio. Habrá quien me tilde de cortoplacista y materialista, por querer disfrutar de inmediato de los beneficios del cambio que nosotros mismos acabamos de impulsar.

¿Cuantas veces hemos deseado y dicho aquello de que estamos trabajando para que no ya nuestros hijos, sino nuestros nietos disfruten de una vida mejor, de aquellas oportunidades que no tuvimos y que para nosotros hubiéramos deseado? ¿Cuantas veces hemos dicho que nos sacrificamos para las generaciones futuras, no para la inmediata que nos sigue, sino para las venideras?

¿Alguien se ha parado a pensar lo injusto y desacertado de esta actitud y de estos aparentes buenos deseos? Es decir, programamos el bienestar que deberán disfrutar nuestros nietos o tataranietos dentro de 50, 60 a más años, con la mentalidad nuestra de hoy. ¿Tan seguros estamos de que eso es realmente lo que ellos querrán? Imaginémonos por un momento que estamos en la sociedad preindustrial anterior al desarrollo de la máquina de vapor, del ferrocarril, etc. En esa etapa de la historia ¿qué sociedad ideal le desearíamos dejar a nuestros nietos, cuando no conocíamos aquellos importantes avances tecnológicos? ¿Teníamos algún derecho a condicionar la felicidad de nuestros descendientes apostando y proyectando un mañana, que aún en nuestra imaginación necesariamente hubiera sido más sombrío que el que disfrutamos hoy?

Dejemos por tanto a nuestros hijos y a nuestros nietos que planifiquen su vida y su felicidad y ocupémonos de no hipotecarles su futuro: ni con las decisiones que consideramos acertadas ni con aquellas otras que consideramos dañinas para sus futuros intereses. Que las utopías que nos propongamos sean realizables a corto plazo, sean verificables y con resultados ciertos e inminentes, para que podamos responder ante ellos de nuestras decisiones. Sólo esos planes, esos programas utópicos me interesan, los otros, los irrealizables, los de Tomás Moro, son un brindis al Sol: una forma de justificar la desidia y la inacción. ¿Que lo que yo propongo no se llama utopia? Pues entones, sí, estoy contra las utopias.

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