miércoles, 21 de marzo de 2012

Matar judíos

En el Bierzo existía una costumbre en Semana Santa que consistía en "ir a matar judíos". Así se le llamaba a salir de bares a tomar unos cortos de limonada con los amigos. Entre los chavales era habitual denominar a esta práctica tan inocente de chatear con esa expresión tan horrible. Nunca medité seriamente sobre ella. ¿Quién podía tomársela al pie de la letra? Nunca he querido saber si todavía se habla empleando estos mismos términos.

En una ocasión invitamos a unos amigos ingleses a nuestra casa. Ninguno de ellos hablaba correctamente el castellano. Una Semana Santa salimos de chateo y les informamos en qué consistía la actividad. Cuando tradujimos del castellano al inglés la expresión "Matar judíos", tuvimos que repetirla varias veces. Nuestros amigos ingleses no se podían creer lo que se les estaba traduciendo. Ponían cara de horror y solicitaban una confirmación del mensaje que se les trasmitía. Aquél día me di cuenta de la gravedad de la expresión. Fue aquél día en el que se produjo un punto de inflexión. A partir de entonces desterré de mi vocabulario semejante improperio. Hoy al recordarlo me siento un poco avergonzado y no puedo olvidar la cara de estupor de mis amigos ingleses. Entonces me pregunté si no llevaríamos los españoles la xenofobia en la masa de la sangre. Los judíos, los gitanos, los "moros"... Quedé paralizado con el hallazgo.

Ya han transcurrido muchos años, pero cada vez que se produce un acontecimiento que atenta contra las personas por ser de una ideología distinta o de una raza distinta o simplemente por discrepar con el punto de vista del otro, me entra un escalofrío y me viene a la cabeza el recuerdo de la cara de mis amigos ingleses.

Hoy es un día de esos.

Cuando se produce un suceso trágico como el de Noruega o el más reciente de Toulouse, en el que un individuo sin escrúpulos acaba de forma indiscriminada con la vida de unas cuantas personas que no mantenían relación alguna con su asesino. Cuando se siega de forma abrupta la vida de unos cuantos niños y jóvenes con todo un futuro por delante. Cuando se mata a un maestro, cuyo delito es disfrutar de su profesión, y estar justo en el lugar donde se va a producir la tragedia. Cuando la sinrazón se cuela en nuestras vidas de una forma tan dramática, se nos encoge el corazón. Quedamos petrificados frente al televisor que nos relata los sucesos de una incomprensible tragedia.

En esos momentos se agolpan las preguntas, pero sobre todas ellas, una: ¿Por qué? Cada uno tiene su versión. Unos dicen que el individuo estaba loco, ¿quién si no puede acometer un acto de esta barbarie? Otros, que fue por pura venganza. Hay quien lo atribuye a conductas y comportamientos xenófobos. Otros dicen que se trata de individuos de extrema derecha, o de extrema izquierda, o de extremo centro. Qué más da. Seguro que era un extremista. Esto lo explicaría todo y así todos más tranquilos. El asunto ya no nos toca tan de cerca. Estamos salvados. Estamos en sagrado, por emplear una expresión francesa.

Pues, no. Para mi el asunto es todavía más sencillo y por eso entiendo que es mucho más peligroso. Detrás de todos esos comportamientos extremistas desde el punto de vista ideológico o de la raza hay un denominador común: el odio. El odio al otro. El odio al diferente. El odio al que no es como yo.

El diccionario de la Real Academia Española define el "odio" como la "antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea". La primera parte de la definición no me preocupa: no todo el mundo tiene por qué caernos simpático; pero la segunda es demoledora: dice la definición del DRAE, "cuyo mal se desea". Por eso a nuestro "antipático enemigo" le podemos desear, por ejemplo, que se quede sin trabajo, que se le estropee el coche o que pierda un poquito de salud. Pero también puestos a ello, por qué no desearle que se arruine y que nunca encuentre un puesto de trabajo dignamente retribuido, o que le fallen los frenos del coche y se estampe contra una farola o directamente que le entre una enfermedad rara y dolorosa que acabe con su vida. No nos cae simpático y lo odiamos. ¡Que se joda! Pero además, hasta dónde estaríamos dispuestos a actuar para que sufriese algunas de las desgracias descritas. Si lo odiamos tanto, si tenemos la oportunidad ¿Por qué no pasar a la acción? ¿Para qué esperar a que el azar haga su trabajo, pudiendo nosotros echarle una mano?

El odio y la xenofobia son más sutiles de lo que parecen. No hay más que agudizar el oído para darse cuenta de ello. Forman parte de los elementos constituyentes de nuestra cultura y de nuestras tradiciones. Hay que tenerse mucho ojo con ellos. Ninguno estamos libres de estos sentimientos; por eso es tan importante la educación cívica. Por eso es tan importante la alianza de las civilizaciones que tanto se ha menospreciado y ridiculizado. Por eso es tan importante la convivencia multicultural. Para conocer al otro. Para aceptarlo. Para no odiarlo.  

Para que los telediarios no den cuenta nunca más de sucesos como los de Toulouse.

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