miércoles, 4 de marzo de 2015

El valor de las piedras

El pasado fin de semana, mi amigo Manolo me regaló unos magníficos ejemplares de galena argentífera, procedentes del yacimiento del que él es Director facultativo. Manolo y yo compartimos  aficiones y también algunas cosas de las que no nos sentimos especialmente orgullosos, como puede ser una ignorancia supina sobre mineralogía que mal llevamos y tratamos de disimular. Al entregarme algunas piedras me hacía la siguiente observación: "¡Fíjate en este color verde!, ¿a que parece malaquita? Pues, no lo es. Es "auricalcita". ¿Habías oído hablar alguna vez de este mineral?, pues yo tampoco". Por lo que parece, según los entendidos, la misteriosa "auricalcita" es un mineral común que aparece de manera abundante en este yacimiento, junto a la galena argentífera, y al aragonito azul, y a la smithsonita, y a la hemimorfita...

Ante su insistencia, finalmente, he tenido que terminar por reconocer que salvo el aragonito azul, por razones obvias, y la galena, esta última, además, por el peso, me resultaría difícil reconocer el resto de minerales asociados que se dan con tanta abundancia y generosidad en ese yacimiento.

Como siempre, hemos apurado nuestros cafés retorciendo el gesto y lamentándonos de nuestros escasos conocimientos sobre la materia.

Manolo y yo compartimos otras cualidades: los dos somos igual de miedosos. Él no se atreve a adentrarse en las galerías y pozos mineros de explotaciones abandonadas. Y yo tampoco. Cuando hablamos de ello, siempre decimos lo mismo: "para adentrarnos debemos ir bien equipados, con botas, cuerdas, medidores de gases, etc". Sin embargo, cuando encontramos compañía bien pertrechada nos situamos un paso por detrás.

Al finalizar la jornada, hablamos de los maravillosos reportajes fotográficos que han realizado los demás, los que sí se atrevieron a entrar, de las maravillosas estructuras cristalinas que tapizaban las paredes de las galerías y los magníficos ejemplares recolectados.

Apesar de nuestra generalmente escasa aportación a la recolección y a los hallazgos, disfrutamos por igual contemplando un ejemplar de mano de esa maravilla de la naturaleza, de ese prodigio que constituye la cristalización de un mineral. Buscamos la estructura cristalina y si no la encontramos nos conformamos con pensar que si dispusiésemos de una lupa con los aumentos adecuados seríamos capaces de distinguirla: "mira, en esta muestra apenas se ve, pero si tuviésemos una lupa veríamos unos cristales perfectos y maravillosos". El mero hecho de contemplar esta posibilidad, la de ser capaces de ver los diminutos cristales, es suficiente para hacernos sentir felices durante un buen rato.

He lavado y preparado mis ejemplares de galena argentífera, que sé que contienen plata porque me lo ha dicho Manolo. Y él lo sabe muy bien porque se lo ha dicho el que sí se atrevió a adentrase en la galería, a quien a su vez se lo dijo uno que le acompañaba que se dedica profesionalmente a su comercialización. Para nosotros esto es garantía suficiente.

He contemplado a la luz natural el brillo acerado de la muestra con una fractura fresca y recién lavada. La he sopesado en la mano: "¡Cómo pesa!". ¡De aquí sale el plomo! La he colocado en la estantería en un lugar privilegiado, el que corresponde a los últimos hallazgos.

Estas piedras entran a reposar en mi estantería con la misma facilidad que salen de ella. A la pregunta "distraída" de quien se deja caer sutilmente por allí de "¡Qué piedra más bonita!, ¿tienes alguna más como ésta?", siempre le sigue la misma respuesta:  ¡sí, esa justamente es la tuya, puedes llevártela! Exactamente igual que mi amigo Manolo, que el otro día en su casa de Donillas me dijo, "¡elige todas las que te gusten y llévatelas!"

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