martes, 17 de marzo de 2015

Paralizado

Llevo unos días paralizado por la carga de trabajo que tengo que soportar. Este último viernes terminé agotado. Al finalizar la jornada laboral estaba desnortado. No sabía qué hacer. La jornada había terminado, pero el trabajo seguía acumulándose sobre la mesa. La única forma de despejarlo era dedicándole más horas. Afortunadamente era viernes. Podía tomarme un respiro esa misma tarde y programar la actividad para el fin de semana. El sábado podía dedicarle unas horas. Y el domingo, otras. Con eso, pensaba yo, sería suficiente para darle un impulso a las tareas pendientes y avanzar. Los fines de semana que paso en la oficina tienen otra ventaja y esta es que no existe el teléfono. No tengo que atender llamadas de teléfono. Puedo concentrar toda mi atención en lo que estoy haciendo. Resulta gratificante ver cómo progreso en el trabajo cuando no tengo interrupciones telefónicas, de correos electrónicos, etc.

Esta forma que tengo de ver las cosas es peligrosa, porque hace que vea como normal y habitual algo que en realidad es extraordinario. Sólo debería soportar la carga de trabajo correspondiente a las horas establecidas en mi contrato, es decir, cuarenta horas semanales. Ni una más. Sin embargo, con esta dedicación el trabajo no sale. Los asuntos se acumulan y requieren una respuesta. No queda más remedio que prolongar artificialmente la jornada laboral. Un día y otro día. Esta actitud mía ha terminado por cundir con el ejemplo y mis compañeras hacen lo propio. Ellas también, por obligación
 o por solidaridad, amplían su tiempo de trabajo, haciendo de lo extraordinario algo habitual.

Me he dado cuenta (desde hace ya tiempo) que en el día a día prácticamente sólo me dedico a lo urgente. Todo es urgente. No hay tiempo para meditar las cosas con tranquilidad. Todo tiene que salir ya. Todo tiene plazos y éstos terminan.

A veces uno se encuentra inspirado y con el cuerpo a tono. Entonces es capaz de enfrentar el reto, el de resolver los asuntos con esa celeridad que se demanda. Pero otras veces esto no ocurre así. El que haya pasado por este proceso me entenderá. Me encuentro paralizado. No sé por dónde empezar. No consigo concentrarme porque, sin haber terminado una, ya estoy pensando en la siguiente tarea.

Esto es lo que me lleva ocurriendo por ejemplo desde mediados de la pasada semana y se prorrogó durante el fin de semana. Esperaba disponer de tiempo el sábado y el domingo para trabajar. Pero no fue así. No hubo ninguna circunstancia que me lo impidiera. No hubo ningún motivo que imposibilitara acudir a realizar la tarea que me esperaba en la oficina. No hubo llamadas extraordinarias, acontecimientos imprevistos, etc. No. Simplemente el cuerpo se negó a trabajar. Dijo, !vasta¡, hoy, no y mañana tampoco.

Por más que cambiaba un papel de un lado para otro de la mesa. Por más que cambiaba de posición e incluso de mesa, no encontraba la forma de concentrarme.

"Lo tengo que hacer", pensaba yo. Lo tengo que hacer, me decía. En caso contrario empezará la semana con una mochila llena y muy cuesta arriba. Intenté inútilmente convencerme. Una parte de mi cerebro le ordenó a la otra que se pusiera en marcha; pero la otra se resistió y desobedeció la orden. En esta ocasión el reptiliano se impuso al neocortex. La parte más primitiva e irracional del cerebro se impuso a la más reflexiva y racional.

Este pasado fin de semana visité la oficina, pero no reconocí mi sitio en ella. Todo a mi alrededor me era extraño.

Tomé un papel en blanco. Anoté las tareas pendientes. Las ordené primero en función de la urgencia, después en función de mis apetencias para abordarlas. Después concluí que, en realidad, había cuestiones que no me correspondía a mí materializar. Taché aquellas que no requerían mi inmediata atención. Me quedé solo con una de ellas. Tomé los papeles, los miré y una vez más me quedé paralizado.

Hoy es lunes (o quizás ya martes de madrugada). Por fin he terminado de leer aquellos papeles seleccionados entre otros sobre los que debía haber trabajado el pasado viernes o el sábado o el domingo. Acabo de terminar y me he puesto a reflexionar sobre las posibles razones que me han tenido paralizado durante tres días. No las he encontrado; pero en cambio he observado que escribir sin la responsabilidad del cirujano que debe afinar su corte con el bisturí me relaja.


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