jueves, 3 de enero de 2013

Un trabajo digno

Hoy se han vuelto a dar las cifras del paro. Son tan frías que a algunos se nos hiela la sangre. En estos tiempos tan difíciles, lo más fácil es culpar de la situación que atravesamos a los otros. Los que tienen responsabilidades de Gobierno, a la herencia recibida. Los que no la tienen, como no podía ser de otra manera, a los que actualmente la ostentan. Los que trabajan echan la culpa de sus bajos salarios a los directivos de las empresas y los directivos de las empresas a los mercados. Los que no trabajan culpan de su situación laboral a los que tienen la fortuna de contar con un contrato en vigor, porque le usurpan una oportunidad de trabajar y porque sus elevados salarios son la causa de sus males. ¡Por Dios que echen a la calle a más funcionarios, que no hacen nada y cobran buenos salarios! Y si reuniésemos a todos los damnificados de la crisis en una sala, todos ellos no tardarían ni tres segundos en ponerse de acuerdo en que los máximos responsable son los mercados y el Gobierno y un poco los funcionarios. Y el Gobierno elaboraría una nota a la salida del Consejo de ministros de los viernes para achacarle toda la culpa a la oposición y a la herencia recibida y un poco a los funcionarios. Y los mercados, ¿Qué dirían los mercados? En realidad son los que más hablan y los que más dicen, y probablemente se vieran impelidos a elevar en unos cuantos puntos básicos la Prima de Riesgo, para que de una vez nos enteremos que las cosas todavía se pueden poner peor.

Pero ninguno de ellos está dispuesto a reconocer que se ha equivocado. La oposición mantiene que hizo lo que tenía que hacer y que con su actuación garantizó miles de puestos de trabajo (aunque para ello se dejaran alguno por el camino), aunque efectivamente también tuvo que sacrificar algunos principios y, entre otras cosas, bajar los sueldos a los funcionarios. El Gobierno dice que ahora hace lo que toca, lo que debe hacer y lo que debía haber hecho la oposición cuando ocupó el banco azul del Congreso y entre otras cosas, amortizar unas cuantas plazas de empleados públicos y funcionarios.

El parado dice que durante su vida laboral dedicó su tiempo y esfuerzo a la empresa que ahora de malas maneras, tan fácil (por la gracia de la última reforma laboral) e injustamente le despide. El empresario dice que lo echa porque no produce, no es rentable y le supone un coste que no lo hace competitivo en el mercado.Y el mercado dice no estar satisfecho y pide aún más sacrificios y que ¡por Dios que echen a la calle a más funcionarios, que no hacen nada y cobran buenos salarios!

El ciudadano que se levanta temprano todas las mañanas, aguanta la cola en las carreteras para llegar a su centro de trabajo, saca de la cartera la tarjeta que le acredita como trabajador de esa empresa y la introduce en la maquinita de fichar es un afortunado. Al paso que vamos, probablemente, para realizar este sencillo gesto de fichar, el afortunado trabajador deberá esconderse para no concitar las iras de sus antiguos compañeros que merodean desempleados. Durante la jornada laboral, en cada instante, a cada paso, al empleado le persiguen unos enormes letreros luminosos que le recuerdan que hoy es afortunado, pero mañana puede ver escrito su nombre con letras doradas en la lista del próximo ERE. El que trabaja es consciente de ello y de que lo que hace poco era una desgracia bíblica: "trabajarás y te alimentarás con el sudor de tu frente..." se ha convertido en el número de la lotería premiado. El trabajador, por Navidad, a los Reyes Magos, ya solo les pide salud. Pero podíamos ser algo más optimistas y pedirles también que remuevan los obstáculos que impiden a cerca de seis millones de desempleados movilizarse y exigir un puesto de trabajo y condicionar la continuidad de Gobiernos y empresas y administraciones y mercados a ese supremo objetivo: el derecho de todo individuo a un trabajo digno. ¿O no es ese el acuerdo al que habíamos llegado en 1978?

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