domingo, 17 de febrero de 2013

El valor de la palabra

En los Estados Unidos de América, como en cualquier otro país de la Unión Europea, la menor sospecha de haber mentido que se arroje sobre un dirigente político, lo situaría frente a sus propios correligionarios en una posición comprometida que lo obligaría a presentar su dimisión y, en caso de no hacerlo, sería objeto de su inmediata destitución. La mentira es uno de los pocos lujos que no puede permitirse ningún político. Ellos lo saben. Esas son las reglas de juego y eso es lo que, en ocasiones, justifica el lenguaje encriptado que se ven obligados a utilizar. Esas frases ambiguas que después de oírlas le deja a uno con la sensación de no saber si lo que ha entendido es así o si lo es también su contrario. Cualquiera de las interpretaciones que se haga sirven de salvoconducto al hábil político para justificar que en todo momento se ajustó a la verdad.

Los políticos no pueden mentir, salvo que estén imputados. Entonces se les confieren todas las prerrogativas que la Ley da a los acusados por un delito y, entre ellas, las de mentir si eso favorece a su defensa. En ese marco debe entenderse las declaraciones realizadas al Juez por el exsocio de Urdangarin y la Infanta, Diego Torres. Entra dentro de lo posible que mienta para favorecer su posición, forma parte de los cálculos. También es razonable pensar, por la misma razón, que lo haga el extesorero del PP, Luis Bárcenas. Al fin y al cabo corresponde al ministerio público y a la acusación particular demostrar su culpabilidad y el imputado no tiene ni siquiera la obligación legal de decir la verdad. Para algunos imputados, acogerse a este elemental derecho probablemente sea la única vez en su vida que están realmente del lado de la ley. La credibilidad que puede darse a los testimonios de estos individuos no es muy alta.

Sin embargo, en el asunto Bárcenas-Sepúlveda y en el asunto Urdangarin lo que más llama la atención es que ni el Partido Popular ni la Casa Real ni la Fiscalía General del Estado se hayan personado como acusación particular. Parece como si a ellos las presuntas estafas cometidas por alguno de los suyos no les afectaran. Esto no es comprensible aunque, por lo que parece, sí aceptable, como lo demuestra el hecho de habernos resignado a esta situación.

Lo que resultaría absolutamente inaceptable es soportar la mentira de un dirigente político bien situado: cuanto más alto sea el puesto que ocupa más intolerable se hace para la opinión pública. Para los políticos, que dedican buena parte del tiempo de sus agendas a explicar sus decisiones, la credibilidad de su palabra es un bien preciado. Probablemente su mayor tesoro. Un político sin palabra no vale nada. Pero donde el hedor de la mentira se hace más insoportable es justamente en la Casa de la Palabra, en el Parlamento. Allí la palabra se cuida, se mima; pero, para desgracia de algunos, también se graba.

Ni la Infanta Cristina ni su padre el Rey todavía han hablado. Rajoy tampoco lo ha hecho. Esto en mi opinión no les favorece, aunque forme parte de una estrategia que contemple medir los tiempos: más pronto que tarde tendrán que hacerlo. Los que sí lo han hecho han sido sus portavoces: los Revenga, los Floriano, los Cospedal, los Montoro, los Mato, etc. Y todo apunta a que no han dicho la verdad. Por eso su situación es insostenible. Por asepsia, por el bien de la política y del país (y por el bien de ellos) deben dejar inmediatamente sus cargos, antes de que el deterioro del sistema amenace ruina y que tengan que responder por la falta de valor de su palabra sus jefes. 

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