miércoles, 6 de abril de 2016

Mis vecinos gitanos

Merece la pena romper el silencio para contarlo. Hace más de 20 años, frente a mi oficina, ubicada en un entorno cómodo y agradable, a pocos metros, al otro lado del recinto, separados sólo por una vaya, varias familias de etnia gitana habitaban en unas miserables viviendas de apariencia poco higiénica.

Los niños atravesaban todos los días de muy mala gana el recinto para ir a la escuela. En realidad utilizaban el camino que les servía de atajo.

Los primeros años, la convivencia que nos obligaba la vecindad tuvo sus más y sus menos. En una ocasión clavaron una punta en la carrocería de mi vehículo. En otra uno de los niños, mientras yo hablaba con su padre, se colgó del retrovisor provocando su rotura. Salvo pequeños detalles, nos tolerábamos bastante bien.

Era habitual que las madres y también los padres llamaran a la puerta de nuestra oficina para pedir ayuda. En una ocasión una mujer traía en brazos a un bebé de escasos meses con síntomas claros de fiebre. Nos pedía dinero para pagar un taxi para trasladar a su hijo al centro de salud. "Pero si el centro de salud está aquí alado", le repliqué, y la buena mujer me corrigió: "No, el centro de salud que nos corresponde a los gitanos está en la otra punta". Llamamos a un taxista y le adelantamos mil pesetas para pagar la carrera.

Sobre todos los niños recuerdo especialmente a dos: a Saul, apenas un bebé de la edad de mi hijo. Y sobre todo a Pili, una niña de cuerpo menudo y flaco que acompañaba todos los días a sus hermanos y niños vecinos a la escuela. Prácticamente sólo les acompañaba, puesto que en cuanto llegaba al centro se daba la vuelta, hacía pellas. La Directora del Centro propuso su expulsión por la falta de asistencia a clase. Me lo dijo la madre. ¿Expulsión de un niño de una escuela? Eso no es posible, pensé. Fui a hablar con la directora y me contó que la asistencia era obligatoria para recibir la financiación para el comedor y para el material escolar. Ella debía certificar la asistencia para que fueran acreedores de la ayuda (cosa que no podía hacer). La falta de esa certificación privaba a la niña de esos dos "privilegios": comer y estudiar. Siempre me pareció importante inclinarse por los libros, hasta tal punto que como a Lorca, prefiero sólo medio pan, pero a cambio pido un libro. Se lo dije a la directora. Si quieren que le den solo medio pan; pero al fin y al cabo pan, que por nada del mundo se lo quiten. Le conté cómo era habitual que la madre de la niña nos engañara con pequeñas argucias, como aquella recurrente de mandar a la niña al supermercado a comprar alimentos básicos por un valor aproximado de cien pesetas y llevar sólo cincuenta, con la finalidad de que la dependienta se apiadase de ella y le permitiese sacar todos los productos. O, en todo caso, la niña debería elegir entre dejar la leche o el pan. "Muy mal hace usted", me recriminó la cajera cuando me ofrecí la primera vez a pagar la diferencia. "La madre sabe perfectamente lo que cuestan estos productos y manda a la niña con menos dinero". Ya, repuse, pero le aseguro que yo me siento mejor aportando la diferencia que ayudando a la niña a decidir qué producto dejar.

Pasaba el tiempo y ajustamos la convivencia a nuestros usos. Sin pedirlo, sin proponérnoslo y sin mencionarlo acordamos un pacto de no agresión. Por eso, cuando el sacerdote del convento de monjas de enfrente vino a verme con su vieja sotana para que intercediera ante la Diputación Provincial para que expulsaran a los gitanos de sus viviendas, no sin poca sorna le pregunté a qué gitanos se refería. Y cuando me señaló a nuestros vecinos, de repente se me borraron de la memoria los episodios que sufrió mi primer coche, pagado a plazos, gracias a las facilidades dadas por un tío de mi mujer. A mí no me molesta ningún gitano, le espeté y menos los vecinos.

Pili se encontraba todos los días con otro chico en la entrada de mi oficina cuya puerta es de cristal oscuro. Yo podía verles perfectamente. La niña tenía 12 años. Era una niña que buscaba un rincón discreto para acariciarse con aquel chico, gitano y vecino suyo, que a mí me intimidaba por el aspecto que llevaba y sobretodo por un perro que siempre le acompañaba. Lo hacía en aquellos ratos que quedaba libre de la obligación de cuidar y acompañar a sus hermanos menores. Un día la madre de Pili me dijo que la niña con 12 años se casaba. No sé por qué pero me dio mucha pena. Me vino a la memoria una escena desagradable que presencié. El gitano que aparcó la furgoneta a la entrada del parque en el que tengo la oficina, desalojó bruscamente a su pareja del asiento de copiloto y la emprendió a golpes con ella. El conductor que estaba inmediatamente detrás se apeó para intentar impedirlo. En ese momento el gitano la emprendió con este buen hombre, momento en el que aprovechó la joven mujer para poner tierra por medio. Como yo también baje del vehículo para impedir la agresión me retó y yo viendo que estaba a salvo la mujer decidí callarme y meterme nuevamente en el coche y esperar a que despejase la salida el hombre que me precedía y que desde luego se llevó la peor parte (tanto él como su vehículo). Ahora pensaba en la suerte que correría en su matrimonio esta niña.

El padre y la madre de Saul me pidieron ayuda en numerosas ocasiones. No siempre les asistí. Pero un día intercedí por él para facilitarle un trabajo con el que poder alimentar a su familia y cuando lo despidieron, injustamente, me ofrecí a su abogada de oficio para testificar a su favor contra la empresa. El asunto se resolvió favorablemente para él, hasta que al cabo de cuatro o cinco años el despido se hizo irreversible y definitivo y yo ya no pude hacer nada para evitarlo. En aquellos días me hice acreedor involuntario del título de "jefe".

Podría contar muchas más anécdotas, algunas muy tristes, como el día que los desalojaron de su casa sin que ellos opusieran resistencia. Cuando visité el estado de las viviendas nunca hubiera imaginado en qué condiciones habían vivido. Y otras graciosas como cuando al cabo del tiempo, paradojas del destino, nuestros hijos coincidieron en el mismo colegio y el suyo mordió en el moflete al mío y la madre muy enfadada lo reprendió severamente: "!pero cómo muerdes a ese niño, no ves que es el hijo del jefe¡".

Después de tantos años, ayer recibí la visita de Ernestino, el padre de Saúl, al que reconocí inmediatamente. Quería pedirme que intercediera por él en una oferta de trabajo a la que le habían convocado. Lo hice. Le pregunté por las cosas de la vida. Me dijo que era abuelo de una nieta de meses y me prometió visitarme hoy con su hijo, su nieta y su nuera. Ya debo adelantar que no lo hizo; pero hoy, a las 10 de la mañana, en la misma puerta de cristal de mi oficina, distinguí a dos gitanos: un hombre y una mujer. Supuse erróneamente que eran el hijo y la nuera de Ernestino que esperaba. Error. No entendía entonces qué hacían allí. Se lo pregunté y me contestaron que era "una visita de nostalgia". Yo no les reconocía pero tanto ella como él a mí sí. Ella era aquella niña menuda y flaca de 12 años, pero veinte años después y habiendo ganado algo de peso. Y él, su marido, el mismo joven que me inquietaba tanto verlo. Los dos muy felices. Me contaron que tenían un hijo en el instituto que era muy buen estudiante, que le gustaban las matemáticas, pero que este año flojeaba y ya no quería estudiar. Los dos intentaban animarlo para que continuara. Los profesores les decían que era el niño gitano más espabilado que habían tenido. Estaban orgullosos de él. Pili recordaba mis palabras amables cuando nos cruzábamos y yo me sentí reconfortado cuando me dijeron que eran muy felices.

Cuando se alejaban, desde la distancia, atónitos les observamos cómo acariciaban las puertas tapiadas de las casas ahora derruidas en las que hace ya más de veinte años vivieron, se conocieron y, tal y como nos confesaron, fueron muy felices. Me ha dado tanta alegría saber esto que me pareció que merecía la pena contarlo.

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