miércoles, 29 de marzo de 2017

El profesor falangista

Con el traslado de la vivienda habitual, mi madre decidió también cambiarme de colegio, matriculándome en una escuela más cerca de casa. Este cambio me ahorraba hacer seis kilómetros diarios, tres de ida y otros tres de vuelta, que era la distancia que separaba mi antiguo colegio de mi nueva casa. Yo tenía siete años y empezaba a estudiar segundo de primaria. Debo anticipar que por causas que no vienen al caso contar, no duré mucho tiempo en esta escuela. El cambio para mí no fue nada gratificante. A pesar de que debía recorrer todos los días unos cuantos kilómetros, lloviese, nevase o hiciera calor, a mí me gustaba mucho más mi antiguo colegio. Para empezar era mixto, convivíamos niños y niñas, no como en este nuevo que a los chicos de las chicas no sólo nos separaba un enorme muro de ladrillo, sino una pléyade de maestros vigilantes que impedían cualquier intento de contacto ni siquiera visual. Niños y niñas entrábamos por puertas distintas, jugábamos en patios distintos y nos estaba prohibido coincidir en los juegos a la hora del recreo.

Una de las novedades respecto al antiguo colegio era que ahora tenía un profesor de gimnasia. Quiero decir un profesor cuya única función era impartir la asignatura de educación física. Este individuo nos sometía a una ridícula disciplina que nos obligaba a guardar un riguroso silencio mientras desfilábamos ordenadamente. Nos proponía una tabla no menos ridícula de ejercicios físicos del estilo que aparecen en muchas ocasiones en las imágenes de televisión de la época. Brazos arriba, brazos abajo, un saltito y a desfilar guardando militarmente la distancia. Allí vi por primera vez una vara de madera con la que este "educador" imponía la disciplina. Yo nunca la probé; pero doy fe de la habilidad y destreza que exhibía el profesor en su manejo. De igual manera que todavía tengo el recuerdo de la cara de dolor de algún compañero que sufrió el castigo por no atender a sus indicaciones.

Después de la primera evaluación, mi madre, muy a su pesar, pero con muy buen criterio decidió poner fin a mi estancia allí y devolverme a mi antiguo colegio. Recuerdo cuando mi madre con mucha extrañeza me comentaba que cuando fue a ver al director para pedirle mi cartilla de escolaridad para solicitar mi traslado a mitad del  curso, el director no le hizo ninguna pregunta, no quiso saber las razones de tal petición y se limitó a facilitarle la cartilla y firmar el traslado sin ninguna observación. !Allá con los pobrecillos que se quedaron allí¡

Tan solo habían transcurrido dos años, es decir, yo ya tenía nueve y me empeñé en convencer a mi madre para que solicitase una plaza para asistir a un campamento de verano de la OJE (la asociación juvenil de Franco). A mi madre no le entusiasmaba la idea e intentó en varias ocasiones quitármela de la cabeza. A ella lo que realmente le preocupaba era el desembolso económico que debía hacer en nueva ropa, acorde con las normas del campamento. Aun así solicitó la plaza que inmediatamente vino denegada. Ni mi padre ni mi madre eran militantes de falange, ni ninguno de mis hermanos ni yo estábamos afiliados a la OJE, de manera que en la cola éramos los últimos de la fila. Cuando llegó mi nombre ya no había plazas. Mi premio de consolación para ese verano fueron las "colonias" en un pueblecito gallego llamado Burela.

Para mi familia esta actividad era mucho menos onerosa: sólo debía comprarme una camiseta con rayas horizontales de color azul. Una prenda que podría reutilizar el resto del verano.

Cuando llegué a Burela nos alojaron en una sala muy grande en la que había no menos de cincuenta literas de dos camas cada una. Era un espacio diáfano en el que no había absolutamente nada. Sólo las literas para dormir por la noche y por la tarde, puesto que después de comer, la hora de la siesta era obligatoria. En Burela me encontré nuevamente con el viejo profesor de gimnasia. Las colonias, cómo no, eran solo para niños y, a pesar de estar ya en el año 1972, el profesor de gimnasia reconvertido para la ocasión en cuidador mantenía los viejos usos. Un consejo que corría entre las literas: mantenerse lo más alejado posible del individuo.

Entre nueve y diez años teníamos todos los niños, pero ya a esa edad buscábamos la mirada cómplice de las niñas del lugar, tanto en la playa como en las calles del pueblo cuando se nos permitía pasear. Un día "durmiendo" la siesta, pude oír con claridad cómo otro compañero llamaba "hija de puta" a una niña que paseaba delante de nuestra ventana y solo unos instantes después oí como entraba en la enorme sala como un vendaval, muy furioso, el profesor-cuidador de gimnasia, que había captado la soez expresión desde la habitación contigua. Nos puso en fila y nos exigió que delatáramos al infractor: ninguno lo hicimos. Ante esa situación se dirigió a mí y me pidió que identificara al compañero que había proferido los insultos. Ante mi negativa me imputó los hechos y me hizo acreedor del castigo. Sin entrar en detalles, aquella tarde me perdí el paseo, las horas de playa y debí entregar unas hojas con una frase copiada mil veces que decía NO DEBO INSULTAR A LAS NIÑAS NI DECIR PALABROTAS. Aquella tarde sí probé la vara, pero también fui consciente del aprecio que suscité en el resto de mis compañeros y de las cuidadoras que se quedaron conmigo, que  a esas alturas ya eran plenamente conocedoras de que yo no había sido.

Mi vida siguió girando. Mi madre siguió abriéndome nuevos caminos a mi futuro. Me envió a continuar estudios a Valencia, en régimen de internado, y después a Ourense y más tarde de nuevo a Ponferrada para concluir los estudios de bachillerato. 

Recién estrenada la mayoría de edad asumí un cargo de responsabilidad en el Ayuntamiento de Ponferrada. Me asignaron la tarea de organizar los Juegos Escolares en los que participaban todos los colegios de la ciudad. Mis compañeros de concejalía me hicieron una severa advertencia. Me dijeron: "cuando convoques a los profesores de gimnasia para establecer la programación y coordinar las actividades, debes tener cuidado especialmente con un profesor de la falange, porque no deja de enredar".

En la primera reunión que convoqué en el Ayuntamiento con la finalidad descrita, los funcionarios y compañeros de corporación que me acompañaban al acto me señalaron al falangista con el que debía tener cuidado. Después de la presentación fue el primero en levantar la mano y el primero en pedir la palabra. Hizo unas observaciones críticas a la organización propuesta y señaló su disconformidad con la actividad. Después de su larga y tediosa intervención, hice un prolongado silencio y dirigiéndome a él, ante el asombro del resto de profesores, le dije muy despacio, "TÚ AQUÍ NO VUELVAS A ABRIR LA BOCA".

Al finalizar la reunión, pulsé el ambiente. Ninguno de los profesores asistentes aprobaba mis palabras ni estaba muy satisfecho con la contestación. Tampoco nadie se imaginaba las razones. Algunos achacaban mi mal tono a la excesiva juventud. El afectado, rehuyéndome, iba de corrillo en corrillo preguntando el colegio en el que había estudiado y si él me había dado clase. Unánimemente le decían que imposible, porque sabían de buena tinta que estudié primaria en Valencia e inicié el bachillerato en Ourense.

Mi ego y mi satisfacción subieron hasta el infinito cuando al finalizar el acto varios profesores se acercaron para hacerme dos observaciones. La primera, que después de padecer a este individuo durante muchos años en reuniones similares, era la primera ocasión en la que no se atrevió a  continuar con sus acaloradas diatribas y ni siquiera a replicar, ante la contundencia de mis palabras. Algo, hasta entonces, para ellos inimaginable. Y la segunda observación fue que por fin alguien se había atrevido a poner en su sitio a este energúmeno.

No lo volví a ver jamás: hubo compañeros que me dijeron que mientras yo estuviera al frente de la actividad él no iba a aparecer. No sé si eso sería cierto. Lo que hoy me apena, y me lleva a realizar esta reflexión, es la deriva que 45 años después de mi primer encuentro con él ha tomado aquel colegio. Lamentablemente ha formado parte de los titulares de prensa por la lamentable situación en la que se encuentra, convertido en un auténtico gueto, hasta plantearse las autoridades la posibilidad de cerrarlo para acabar definitivamente con el problema. Y yo me pregunto qué responsabilidad tendrán los padres y los profesores por los silencios cómplices durante tantísimos años. Yo supe lo que era Franco, el franquismo y la falange un día de hace 45 años en Burela.

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