jueves, 25 de julio de 2013

...La paja en el ojo ajeno

Dice un dicho popular que hay quien "ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio". A lo que yo añado que a veces esta "habilidad" ocular nos hace ser más intolerantes. Ayer mientras me tomaba un café en una terraza de un barrio de León, me sorprendió una familia que se sentaba en la mesa de alado, formada por cuatro miembros: el padre, la madre, un hijo y...un perrito. El can, tipo caniche, se sentaba en la silla como un miembro más de la familia. Las carantoñas y las atenciones que le dispensaban daban buena cuenta de que les unía una íntima amistad. No me voy a meter en el proceloso asunto de las relaciones de los "humanos" con sus mascotas. Allá cada uno como administre sus afectos y cariños.

Lo que quiero decir es que me resultaba imposible abstraerme de la evolución de la familia y su mascota. Los tenía enfrente y por más que pretendiese distraerme, el animalito llamaba continuamente mi atención. Debo confesar que desde el primer momento me sorprendió la actitud de bicho, sentado en una silla, participando de las viandas y de los refrigerios como uno más. Confieso que no me gustó. Pero, por otro lado, pobre animalito, con el calor que hacía también tenía sus necesidades. Y vaya que si las tenía.

Al finalizar la sobremesa, cuando la familia apuró sus consumiciones e iba a abandonar la terraza, se percataron de que el perrito había defecado en la silla, vamos que se había literalmente cagado. Nada de regañina, nada de malas caras. A grandes males, grandes remedios. El padre asumió la responsabilidad. Tomó un par de servilletas de papel y con parte de la cerveza sobrante se puso pacientemente a limpiar la silla. El resultado no es que fuera del otro mundo; pero al menos el buen hombre intentó reparar el daño, ante la atenta mirada del resto de los miembros de la familia (y demás clientes del bar).

En fin, pensé, aunque no esté muy de acuerdo con la idea de compartir mesa y mantel con una mascota, que además llama continuamente la atención, debemos ser tolerantes. Y si la mascota, en algún momento, molesta (que en este caso, en honor a la verdad, debo decir que era perfectamente soportable), también yo puedo molestar con mi tono de voz o con los movimientos de silla. Pensando esto ocupaba yo mi mente cuando se produjo un nuevo acontecimiento inesperado: la dueña del perrito, que es la que se había echo cargo de él, estaba despistada observando la frenética actividad de limpieza de su marido y no vio venir a un ciclista que paseaba con su bici por la acera. Cuando la mascota y su dueña quisieron incorporarse a su paseo por la acera, el ciclista casi se los lleva por delante. Entonces, y aquí viene mi sorpresa, la señora muy afectada recriminó al ciclista su actitud incívica y le recordó que las aceras eran para pasear "personas" y que para las bicicletas existía un hermoso "carril bici" que le señalaba con el dedo índice ostensiblemente en la acera de enfrente.

El joven se llevó una buena reprimenda y la señora con su mascota, ofendidísima, continuó su camino. No sé qué decir, salvo que una vez más cometí la estupidez de buscar al camarero del estabecimiento para abonar la consumición. ¿Cuándo aprenderé?

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