lunes, 12 de noviembre de 2012

Un nuevo ingeniero para el siglo XXI

Hoy la ingeniería está viviendo momentos de incertidumbre. Desde hace ya algún tiempo, desde el Gobierno de España se están dictando normas que tienen una incidencia importante en la actividad del colectivo en todos los ámbitos de su vida profesional: la formación de los futuros ingenieros (Plan Bolonia), la regulación del ejercicio de la profesión (Ley omnibus, Ley Paraguas, etc.), la redefinición de las competencias (que está por venir), los colegios profesionales, etc., etc. Hoy la incertidumbre se acrecienta con la situación de crisis que afecta a todos los sectores de la economía española. Hay que recordar que la ingeniería puede aportar al PIB hasta un 8% de su valor. 

En este maremágnum de incertidumbres yo me encuentro particularmente desorientado.

No cabe duda que saldremos de la crisis; pero tampoco albergo la menor duda que lo que se salve y quede a la postre será algo diferente de lo que teníamos antes de que se declarase. Y el colectivo de ingenieros tampoco va a ser ajeno a estos cambios estructurales y algo deberá dejarse por el camino. Algún pelo dejaremos en la gatera.

Esta no es la primera ni la única ocasión en la historia en la que la ingeniería se ve obligada a mudar su posición. La ingeniería como profesión reconocida nació de la mano de la primera Revolución Industrial, a mediados del siglo XVIII. En esta primera etapa se formaron los primeros centros de enseñanza específicos de ingenieros y en ella se inició su especialización en diferentes ramas. La primera ingeniería civil fue la de Minas. Le siguieron la de Caminos, Montes, Agrónomos, etc.

Un primer hito importante, que puede considerarse un punto de inflexión en el desarrollo del ingeniero y que pone fin a una primera etapa, lo constituyó la Revolución Francesa y sobretodo el "reinado" de Napoleón Bonaparte. En él se introdujeron importantes cambios en la formación de los ingenieros franceses, que fueron inmediatamente asumidos con diferente nivel de intensidad por el resto de países europeos. Este nuevo impulso duró más de cien años. 

A partir de la segunda década del siglo XX, se inició una nueva etapa: la tercera. Los individuos que salían de las escuelas preparatorias disponían de una acreditada y sólida formación científica y técnica y con ella, el ejercicio de la profesión de ingeniero se vio notablemente fortalecido, y por qué no decirlo, ampliamente reconocido por la sociedad civil. En España se iniciaron grandes y asombrosas infraestructuras que modernizaron el país, que lo sacó del letargo del anterior siglo. La figura del ingeniero emergió de forma nítida y clara en el imaginario de la sociedad. Las escuelas especiales de ingenieros se especializaron y lucharon por defender sus competencias académicas y profesionales. Al grado administrativo de ingeniero, único hasta entonces existente, de aplicación sólo en la administración pública, le sucedió el "Titulo académico de ingeniero", que permitía el desarrollo de la carrera profesional ahora también en el ámbito privado. Con este cambio se acabó el ejercicio libre de la profesión en la ingeniería. Este paso ya lo habían dado otros colectivos profesionales como los abogados, los médicos y los arquitectos, para los que ya se exigía la disposición de un título académico para poder ejercer tales profesiones en la empresa privada.

A finales del siglo XIX o principios del XX se produjo un cambio revolucionario en el ejercicio de la profesión, que es el que propició el inicio de esa nueva tercera etapa en la ingeniería. A partir de esta fecha, el ejercicio de la ingeniería, en cualquiera de sus ramas, exigía la disposición académica de un título específico que acreditase haber superado la formación en alguna de las escuelas especiales del ramo. Con esta simple exigencia, a la que hoy nadie le pondría un reproche, queda inaugurada la era que podría denominarse de la "titulitis" y que se ha extendido a lo largo de todo el siglo veinte. A partir de entonces ya no basta con "saber", además debe disponerse del codiciado "papel" que lo acredite. El paso del ingeniero formado para ejercer en la administración pública a la empresa privada no fue fácil y no estuvo exento de dificultades. El empresario y este nuevo técnico, al que no se le esperaba, al principio se miraban de reojo. Desconfiaban el uno del otro, y, acaso, cien años después todavía no se hayan acostumbrado a convivir en el mismo espacio (conozco compañeros y tengo amigos que han abandonado sus responsabilidades porque no han sido capaces de convencer al empresario de la disposición de las medidas más elementales para garantizar la producción de la empresa con unas mínimas condiciones de seguridad). Pero los términos se invirtieron y los técnicos que habían adquirido con la experiencia conocimientos en la empresa; pero no los podían acreditar mediante un "título académico" hubieron de hacer ímprobos esfuerzos para no ser expulsados del mercado y por el contrario, a los que sí disponían de tal acreditación académica, sin necesidad de demostrar sus habilidades, se les abría un mar de posibilidades.

Como digo, este tercer período de la ingeniería ha durado casi otros cien años. Ahora nos encontramos en una nueva encrucijada, en el comienzo de una nueva etapa. Y, como ocurre en todos los inicios, son más las incertidumbres que las certezas. El papel que deberá desempeñar el colectivo de ingenieros en un futuro inmediato todavía no está escrito. Los propios ingenieros y los colectivos que los representan tratan de marcar el alcance y el perímetro del nuevo campo de actuación. Intentan adaptar la ingeniería a los nuevos tiempos.  Yo busco impaciente alguna señal que indique el nuevo rumbo; pero no la encuentro. No sé si la ingeniería debe reinventarse a sí misma o simplemente transformarse en un instrumento más eficaz y más útil para la nueva sociedad; pero tampoco debemos preocuparnos demasiado, es el signo de todos los nuevos tiempos. Cuando encontremos la respuesta ésta será nuestra contribución al rito de paso que habrá que pagar por continuar el camino.

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