jueves, 24 de julio de 2014

Por qué no atiendo el teléfono móvil

Ya lo he dicho más veces: no me gusta hablar por teléfono. En este mismo espacio, meses atrás, he dejado constancia de mi malestar al recibir en un solo día innumerables llamadas por teléfono móvil. En una ocasión registré hasta 64. Cualquiera puede hacer cuenta de lo que esto significa para un día normal de trabajo. No importa que se atiendan todas las llamadas (yo, por ejemplo, en esa ocasión que cito no lo hice). Lo verdaderamente desmotivador para el que requiere concentración en su trabajo es ver cómo echa humo el teléfono móvil cada segundo, mientras es consciente de que se le va el tiempo entre los dedos sin poder finalizar la tarea. Pero no es esta la cuestión sobre la que hoy quiero pronunciarme.

A mi no me gusta hablar por teléfono. Ni por el fijo ni por el móvil. Y creo que los interlocutores lo notan. Soy parco en palabras y rápidamente me apresto a finalizar la conversación. En eso, aunque sospecho que por distintos motivos, he salido a mi madre.

Cuando hablo con alguien me gusta verle la cara. La expresión de sus ojos, cómo gesticula y mueve las manos. Quiero ver cómo reacciona su cuerpo a lo largo de la comunicación. A veces la expresión corporal nos dice más que las palabras. Si estamos atentos y aprendemos a "leer" los gestos, encontraremos en ellos más verdad que en la propia comunicación oral.

Si el interlocutor es amigo, tanto si se trata de una buena noticia como si se trata de una mala, quiero estar al lado de él. Ya sea para celebrarla o para solidarizarme y acompañarle en los malos momentos. No quiero la urgencia del teléfono. Necesito verle la cara y despedirme tranquilo, sabiendo que se sobrepondrá a la adversidad o, en su caso, disfrutará de la buena ventura. Si el interlocutor es "menos" amigo, también. También quiero tenerlo de frente, de cara. Tampoco importa el carácter de la comunicación. Me parece de una descortesía inaceptable ampararse en la frialdad de la relación y en la distancia para "notificar" a ese "menos" amigo un hecho infructuoso para él. Prefiero estar frente a él y decierle que, al margen de la relación que mantengamos, las cosas son como son y yo debo decírselo. A veces esta última comunicación no resulta agradable. Existe la lógica tendencia a pensar que algo has tenido que ver en el fraguado de la "mala" noticia que estás dando. Pero aún así yo quiero estar al lado físicamente. No quiero escudarme en la distancia.

El que yo sea así no es ninguna virtud. Tampoco creo que sea un defecto. Pero esta forma de entender las relaciones me ha traido y me trae no pocos malentendidos y problemas. No quiero hablar por teléfono con los menos amigos y esto supongo que para ellos, al igual que para mi, les supondrá un alivio impagable; pero tampoco quiero hacerlo con los amigos. Y en este caso, debo confesar que en ocasiones les extraño. Les echo de menos. Me propongo quedar con ellos. Tomarnos unas horas de tranquilidad para compartir las cosas de la vida o simplemente para sentarnos y contemplar desde la terraza de un bar esa joya de la arquitectura que es la iglesia de San Isidoro de León; pero no encontramos el momento. Porque soy de los que pienso que la comunicación no solo se construye apilando decibelios. A veces no es necesario decir nada. Basta con estar próximos. Que el otro sepa que estás junto a él, disfrutando de ese mismo instante. (Recuerdo una ocasión, en la ciudad de Alcalá de Henares, en la que sindo yo muy joven pasé un buen rato sentado en un bordillo de la carretera, junto a otro amigo. Ambos con nuestra mochila a la espalda, con las piernas y los pies orientados hacia la calzada, sin articular una sola palabra. Ambos satisfechos de la proeza de haber llegado allí solos, felices, disfrutando del reencuentro y de ese impagable momento: no tenemos nada que hacer. Tan solo esperar).

Pero esto tiene una enorme dificultad. Por un lado, la urgencia que esta estúpida forma de vivir nos ha ido imponiendo, no facilita disponer de un tiempo para compartir. Todo debe ser rápido, instantáneo, al momento. Las obligaciones y ocupaciones diarias son de tal magnitud que no permiten disponer de mucho tiempo para otras cosas. El segundo problema que nos encontramos no es justamente de agenda. Si ya es diícil disfrutar de una velada prolongada en la que podamos dedicarnos a la contemplación y a hablar de esas cosas de poca importancia; pero que son suficientes para engrandecer, satisfacer y llenar nuestras almas, más difícil es que no suene en el momento más inoportuno un teléfono móvil. La urgencia, la inmediatez se nos cuela por todos los rincones lo queramos o no. Nadie sabe cuantas veces he pensado, sin llegar ni atreverme a decirlo, !por favor, no lo atiendas¡

Yo tengo que declarar a todos mis amigos que estoy disponible. Que no hay ninguna otra cosa más importante que deba hacer hoy que estar con ellos. Y tengo que reafirmar que pase lo que pase, y mientras la salud acompañe, hoy, como ayer y como ocurrirá mañana, estoy disponible, tengo tiempo y me apetece un montón estar con ellos, aunque no atienda el teléfono.

viernes, 4 de julio de 2014

¿Por qué no se reciclan los residuos en España?

En España, a pesar de la publicidad institucional, no se reciclan los residuos en la misma medida que en otros países del norte de Europa. Ni siquiera se hace en los porcentajes establecidos en las directivas europeas. La vigente ley de envases, que data del año 1997, está obsoleta. Incluso se aprobó con anterioridad a la más generalista de residuos y suelos contaminados del año 1998 (Ley 10/98) (En España, en materia ambiental, casi siempre empezamos la casa por el tejado). Esta última ley de residuos hoy está derogada. El Gobierno de Zapatero, en uno de los últimos actos de su mandato, llevó al Congreso la trasposición de la directiva marco europea en materia de residuos, y aprobó la Ley 22/2011 de residuos y suelos contaminados.

Tengo interés en decir que la ley del año 1997 que regula la gestión de los envases y residuos de envases no es clara y su aplicación no se ha podido llevar a puro efecto. El reglamento que la desarrolla adolece de la misma inconcreción. Sin embargo, si alguna virtud podemos encontrale es la relacionada con uno de los sistemas de gestión de residuos que promueve: el denominado Sistema de Depósito, Devolución y Retorno. Es decir, aquel en el que el ciudadano recibe una compensación económica al hacer entrega del envase o del casco de vidrio en el establecimineto en el que adquirió el producto envasado. Para que me entiendan, aquél viejo y eficiente sistema de entregar 10 pesetas al usuario por el casco de vidrio usado. La ley de envases, en este aspecto, en este único aspecto, al menos sí era clara al decantarse prioritariamente por este sistema frente al alternativo del CONTENEDOR AMARILLO, que es el que ha terminado por implantarse en toda España.

Zaparatero no se atrevió a modificar la ley de envases; pero sí hizo un guiño al sistema de devolución y retorno y dio un aviso para navegantes, al advertir que si no se cumplían los objetivos de reciclado con el actual sistema mayoritario de gestión de envases, el de échelo usted todo al contendor, que alguien se hará cargo de ello, podría imponerse el previsto en la ley: el de depósito, devolución y retorno. El Gobierno de Zapatero era consciente de que España no llegaba a los objetivos de valorización de residuos establecidos en la directivas europeas ni por asomo. También era consciente de que en otros países de la Unión Europea se había dado un vuelco en los sistemas de gestión de los envases.

A Zapatero, leonés de pro, le gustaban las frases largas y redondas, por eso en la nueva ley de residuos renonbró a los sistemas integrados de gestión, SIG, y los denominó de forma pomposa "Sistemas Colectivos de Responsabilidad Ampliada del Productor del Producto". Ahí es nada, y se quedó tan orondo y satisfecho. Pero le duró poco la elegría.

El Gobierno de Rajoy, nada más tomar posesión, en el año 2012, elaboró un Real Decreto Ley que contemplaba medidas urgentes en materia de medio ambiente. Entre otras incluyó la modificación de aquellos aspectos de la Ley de residuos que parecían claros. Por ejemplo, los que afectan a los sistemas de Depósito, Devolución y Retorno. A Rajoy, curiosamente, le pareció de la mayor urgencia cargarse el único aspecto claro que quedaba en la Ley de envases. Por eso este nuevo real decreto eliminó la "obligatoriedad" del sistema de Depósito, Devolución y Retorno, y esta modalidad de gestión sólo la contempla con  carácter voluntario y para aquello residuos de difícil gestión. Todo un regalo para los grandes responsables de la puesta en el mercado de la ingente cantidad de envases.

La alegría de los envasadores ha sido notoria y manifiesta. Inmediatamente han tirado de talonario y han iniciado una frenética campaña publicitaria en la que dan cuanta de las múltiples ventajas de su sistema y lo bien que lo están haciendo. Alegría para la prensa, que cobra los anuncios, alegría para el Gobierno al que le dicen lo guapo que está y alegría para los productores y envasadores, verdaderos responsables de la gestión de sus residuos que se ahorran un cuanto dinerito, bordean la ley y transfieren su "responsabilidad" a los incívicos ciudadanos. Más no pueden pedir.

Todo un disparate.

Cuando alguien se pregunte por qué no se reciclan los residuos en este país, la respuesta es bien sencilla: porque las autoridades públicas no quieren. El sistema de gestión que nos han impuesto está agotado, no garantiza la valorización de los residuos y es ineficiente económica y ambientalmente. Y lo peor de todo: ellos lo saben. Más claro, agua.