viernes, 29 de marzo de 2013

Los siete días más importantes en la Universidad Laboral de Cheste

Los siete días siguientes al de mi llegada a Cheste iban a ser los más difíciles. De hecho la dirección del centro lo tenía previsto. Había convocado a los más pequeños, a los "novatos", una semana antes de que se incorporaran el resto de alumnos hasta reunir a una masa de más de 5000 estudiantes en la Universidad Laboral de Cheste. De lo que se trataba es que en esa semana los nuevos conociéramos las instalaciones y nos adaptáramos al régimen de funcionamiento, sin el hostigamiento, las burlas y las chanzas de los "veteranos". La pregunta que todos nos hacíamos era qué ocurriría cuando se incorporan el resto de alumnos que faltaban. En esa semana de adaptación los niños y los padres debían decidir si continuaban en el centro o definitivamente renunciaban a la beca y abandonaban. A esas alturas yo ya sabía que no era el único que en la intimidad de la noche lloraba; pero me había hecho la promesa de hacerme fuerte y pasase lo que pasase no renunciar. La fortaleza me venía de lejos. La tenía guardada en la carpeta marrón con los demás documentos. En casa ya me habían advertido que no sería fácil; pero también me habían dicho que era una gran oportunidad que debía aprovechar.

Durante la primera semana, cada día que pasaba tenía la sensación de recibir un nuevo regalo: me entregaron un precioso albornoz azul, una prenda que yo desconocía, una camiseta roja de tirantes y un pantalón corto azul para hacer gimnasia, un chándal, unas zapatillas de deporte, etc., etc. Poco a poco fui reuniendo un pequeño ajuar que me permitiría disfrutar de las infinitas posibilidades culturales y deportivas que ofrecían las instalaciones. También me entregaron una bolsa, del tipo de petate militar, en la que debía depositar la ropa sucia para enviarla a la lavandería. En esa bolsa marqué cuidadosamente el nombre de mi colegio, el número de habitación y mi expediente: el Roble. Hab. 10. Nº expte.: 2989. Ese era yo. No había duda.

Transcurridos los siete días de "gracia", realizado el recuento final yo seguía en mi sitio, no formaba parte de aquella pequeña lista de compañeros que no lo habían soportado y habían decidido renunciar. Lleno de satisfacción, me dije: prueba superada. A la vuelta de vacaciones a casa, en navidad, esto es lo primero que le contaría a mi madre nada más bajar del autocar: "mamá, yo no renuncié. Hubo compañeros que sí lo hicieron".

Los componentes de la habitación 10, aprovechamos esos primeros días para recorrer en grupo todos los rincones de la Universidad Laboral. Los comedores, las aulas, los talleres, el gimnasio, los campos de deporte: fútbol, tenis, baloncesto, balonmano, etc. Visitamos la capilla, el centro sanitario, en el que a no mucho tardar tendría que ingresar por una lesión en la rodilla que precisó once puntos, el paraninfo, las piscinas... Las instalaciones eran tan grandes que todos, sin excepción, estábamos asombrados. Los primeros días pasaron volando. Eran tantas las cosas nuevas que veíamos y que teníamos que aprender que no teníamos tiempo para pensar en nuestra soledad. Eso quedaba para la intimidad de la noche.

El aula a la que debía acudir cada mañana para recibir las clases, en mi caso, era la 4.2.2. Ese código significaba que debía dirigirme al cuarto edificio, en el segundo piso, en el aula dos. Al igual que en Obaba las distancias se medían indicando el número de curvas, en Cheste todo se referenciaba mediante códigos. ¿De qué otra manera se podían organizar a 5000 almas?

En la misma habitación en la que dormíamos coincidimos vascos, catalanes, andaluces y leoneses, cada uno con su habla, sus usos y sus costumbres. Poco a poco se fueron forjando y tejiendo redes de amistad que perdurarían toda la vida. La convivencia multicultural y pacífica, una educación esmerada, unas instalaciones culturales y deportivas únicas, una dirección del colegio extraordinaria hicieron que el milagro se produjese: las noches dejaron de ser amargas. Aprovechábamos cada minuto, cada instante que pasábamos tumbados sobre la cama para hablar, para contar historias y confidencias, bromear, hacer chistes, compartir bocadillos y comida que habíamos sustraído del comedor, hasta que caíamos rendidos y la música de los altavoces de la mañana nos anunciaban un nuevo día. 


martes, 26 de marzo de 2013

El día que me fui a Cheste

Yo estaba realmente emocionado. Mi madre me había anunciado que me iban a dar una beca para estudiar  en régimen de internado en un centro lejano. Yo tenía 11 años y no me podía ni imaginar qué era aquello. Mi madre me pidió que no se lo comentara a nadie hasta que no me confirmaran la plaza. Por entonces cursaba 5º de EGB. Todos los días le preguntaba a mi madre si ya se lo podía contar a los amigos y ella siempre negaba con la cabeza. Hasta que por fin llegó el día. Llegó la carta en la que se anunciaba que disponía de una plaza para estudiar en la Universidad Laboral de Cheste, en Valencia. Mi hermano mayor ya conocía el sistema. Él estudiaba bachiller en la de la Coruña. Reunió en una pequeña carpeta, de color marrón,  con cierre de gomas, los documentos más valiosos y me indicó la relevancia de cada uno de ellos. Recuerdo especialmente la importancia que mi hermano daba al número de expediente: el 2989, que hizo que me aprendiese de memoria. Mi madre se pasó horas cosiendo pacientemente el dichoso número en el lugar indicado en cada prenda. Era importante identificar la ropa, porque era la única manera de saber en Cheste de quién era. ¿Por qué? ¿Es que acaso me volvería de repente tan tonto como para no reconocer mi propia ropa? Este fue uno de los primeros misterios que debía descubrir.

En la lista de prendas que cuidadosamente reunía mi madre, había una de la cuál yo desconocía su existencia: el esquijama. ¡Me tenía que comprar un esquijama! ¿Para qué necesitaría yo esa dichosa prenda? Pronto comprendí que de lo que se trataba en realidad era de una especie de pijama, que además de pantalón ajustado por los tobillos, tenía un jersey sin botonera.

Cuando tocó, mi madre hizo minuciosamente la maleta. Me indicó el lugar en el que colocaba cada cosa en ella. Me dio algunos consejos y valiosas instrucciones para hacerla de vuelta y me metió en ella la carpeta con todos los documentos. En el exterior de la carpeta, parece que la estoy viendo ahora, mi hermano había rotulado mi nombre, el dichoso número de expediente y otra información que me indicó sería de mucha utilidad allí donde iba: el colegio. En la carpeta marrón, en letras mayúsculas grandes, mi hermano había consignado "EL ROBLE". Éste, me dijo, es tu colegio. No te olvides. No, no me olvido, le contesté.

El 26 de septiembre de 1975 era el día señalado. Mi madre me llamó. Me dio 400 pesetas para mis gastos, cantidad que debía administrar durante los próximos tres meses. Me despedí de mi padre, que subrepticiamente me entregó, sin que lo viera mi madre, otras 300 pesetas.  Cogimos la maleta y tomamos por la tarde un tren en dirección a León: nuestra primera parada. Cruzamos por primera vez en nuestra vida el puente de los leones del río Bernesga y nos dirigimos en busca de una fonda donde pasar aquella primera noche. Nos alojamos en la modesta "Pensión Roma", de la Avda. del mismo nombre.

Dormimos juntos, en la misma cama. Yo estaba nervioso y preocupado. Le preguntaba insistentemente a mi madre si no se dormiría ella. Teníamos que levantarnos a las 6 de la mañana para coger un autocar y no llevábamos despertador. Mi madre me tranquilizaba. Puntualmente salimos a la hora prevista en dirección a la avenida Sáenz de Miera, donde nos esperaba un autocar que me llevaría, junto a un numeroso grupo de chicos, a mi destino final: Valencia (escala en Madrid, incluida). Allí, en la avenida Sáenz de Miera de León, me despedí de mi madre.

Después de catorce intensas y agitadas horas de viaje, nos bajaron del autocar en una explanada enorme de la Universidad Laboral. Un individuo nos dividió en grupos, en función del nombre del colegio. "¡Los que tengan un colegio con nombre de árbol, que me acompañen!, dijo". Recordé las últimas instrucciones de mi hermano y supe que en ese grupo debía ir yo. Recorrí el trayecto que nos separaba de la residencia arrastrando una enorme maleta que abultaba más que yo. Había tramos en los que no sabía si era yo quien tiraba de ella o era la maleta quien tiraba de mí. Por fin llegamos a la Residencia. Nos recibió Tomás, el director. Era de noche. Todos estábamos cansados. Sin más presentaciones debíamos dirigirnos a la habitación para acostarnos. A mi se me asignó la número 10, de las 24 existentes.

En este último trayecto, desde la recepción del colegio al primer piso en el que se situaba la habitación, me condujo un compañero de tez morena. Casi al final de un largo pasillo, me dejó en una habitación sin puertas, con cuatro literas de dos camas cada una, para ocho alumnos, y me dijo que eligiera la que quisiera y me acomodara en ella. Me quedé en la primera a la izquierda, en la cama de arriba, porque las del fondo ya estaban ocupadas. Este sería mi catre durante los tres próximos años de estancia en este centro. Hice tal como se me indicó la cama: puse las sábanas, la funda del almohadón y finalmente la colcha. Sin anuncio previo se apagó la luz. En ese justo instante me di cuenta que me faltaba mi padre, mi madre y mis hermanos. Estaba solo. Abrí a oscuras la maleta, me puse el esquijama, me tumbé en la litera y lloré. Lloré. Esta escena se repetiría todas las noches durante las siguientes semanas, hasta que la magia de la Universidad Laboral obró el gran milagro.


domingo, 10 de marzo de 2013

Mov.2 Concierto en Re Menor para dos Mandolinas

Mi hijo pequeño me ha recomendado esta noche escuchar el segundo movimiento del concierto en Re Menor para dos mandolinas de Antonio Vivaldi. Se trata de un arreglo de la Orquesta Sinfónica y Coro de Radio Televisión Española. Apenas dura cuatro minutos. Es una delicia que se puede encontrar fácilmente en youtube.