sábado, 28 de marzo de 2015

Luna y Salma

Misión cumplida. El pasado martes hice una promesa y hoy la he cumplido. Me invitaron a dar una charla en la localidad leonesa de Santa María del Páramo. Al finalizar tomamos un café en un bar próximo. Me sorprendió la decoración del establecimiento que incluía una colección de piedras de diversas y peculiares formas. La dueña me contó que ella misma elegía los guijarros por su peculiar forma y les pintaba "ojos". No me atreví a preguntarle por qué esta grafía. Dado mi interés por las piedras me regaló una de ellas. En ese momento me percaté que en el establecimiento había una niña de unos 5 ó 6 años. Yo salí al coche en el que habitualmente me acompañan algunos minerales y tomé uno. En realidad era la única piedra que tenía. Se trataba de un pequeño meteorito. Entré de nuevo en el bar y se lo ofrecí a la niña. Se quedó encantada, le brillaban los ojos y su entusiasmo aumentaba a medida que yo le contaba la historia de esa pequeña piedra: se llama Campo del Cielo, cayó en Argentina, procede del cinturón de asteroides de Júpiter..., en ese momento apareció a una velocidad supersónica una espectadora inesperada. Luna tenía una amiguita, Salma, que como una metralleta pidió ver la piedra y a continuación, después de un profundo interrogatorio, me pidió el suyo. Tuve que decirle que lamentablemente no tenía otro en ese momento para podérselo dar; pero le prometía que muy pronto le haría llegar uno. Salma, de otros cinco o seis años, no quedó muy convencida, no obstante, en una hojita me puso su nombre: Salma, el de su amiguita agraciada con un meteorito: Luna y el nombre del bar, para que algún día pudiera llevarle su piedra.
Hoy he cumplido. Por la mañana me he desplazado, he recorrido los tres cuartos de hora que me separan de la localidad y le he llevado a Salma la piedra prometida.
Lamentablemente, el bar cierra los sábados por descanso, así que la bolsa con el meteorito, con otros minerales más y con una nota explicativa se la he dejado al propietario del establecimiento de al lado, con el ruego de que haga la entrega por mí. La regente de la pajarería conocía perfectamente a las dos niñas y me confirmó la sospecha que tenía de que les haría una enorme ilusión.
De vuelta a casa he sentido una enorme satisfacción.

domingo, 22 de marzo de 2015

El 11 de marzo, como es lógico, pasó

El miércoles día 11 de marzo ya pasó. Y el jueves 12, también. Esto en los días anteriores era previsible pensar que ocurriría, y visto desde la perspectiva de los días que les sucedieron, también. Y esto siempre ocurrirá así. El tiempo no hay quien lo pare, avanza inexorablemente hacia adelante sin remedio. Sin embargo, conviene tener en cuenta que el tiempo al igual que el espacio no es un valor absoluto, depende de la posición y de la velocidad del observador. Einstein lo explicó muy bien a principios del siglo pasado, y en fechas muy recientes pudo ser demostrado.

En un ejemplo clásico, si tenemos a dos observadores: uno en posición fija en una estación de ferrocarril viendo pasar un tren a toda velocidad y a otro dentro del propio tren dirigiéndose al vagón de la cafetería, el primero, sentado en el banco de la estación, dirá que el segundo se desplazaba a una velocidad endiablada, mientras que el pasajero del tren dirá que lo hizo como siempre a paso parsimonioso. En función de la posición del observador y de la velocidad, el espacio y el tiempo que transcurre entre dos eventos será mayor o menor. Es decir, el tiempo es una magnitud relativa.

Todo esto es coherente con las sensaciones que a veces tenemos ante acontecimientos importantes o a los que por la razón que sea les damos esa cualidad de importancia. Para los estudiantes, generalmente, la fecha del día del examen se acerca a velocidad vertiginosa. Las semanas son días y los días son horas (especialmente en los últimos instantes). Sin embargo, a veces esperamos hasta la desesperación a que llegue una fecha señalada del calendario. En ambos casos el tiempo debería transcurrir a la misma velocidad, pero no sucede así o, al menos, esa es nuestra sensación.

Lo sé. Sé que todo esto no son más que sensaciones y sé también que para que el tiempo transcurra más despacio deberíamos ir a la velocidad de la luz. Lo sé. Pero en el último año han ocurrido tantos acontecimientos que en algunas ocasiones creo haber llegado a alcanzar esa velocidad. 

La espera se me hizo larga. El día llegó y ahora la fecha se aleja en el recuerdo a una velocidad vertiginosa. Misterios de la física... y de la naturaleza humana.

viernes, 20 de marzo de 2015

La felicidad

Hoy 20 de marzo ha sido declarado por la ONU como el Día Internacional de la Felicidad. El ser feliz es el objetivo que persigue todo ser humano. Si hubiera que buscar algún sentido a la vida, probablemente éste estaría relacionado con la felicidad: con la nuestra y con la de los demás, porque yo soy de los que pienso que uno no puede ser feliz si a su alrededor no hay más que sufrimiento y desolación. Por esa razón es tan difícil sentirse plenamente feliz, porque en la consecución de ese objetivo tenemos un doble trabajo: ser nosotros felices y conseguir que los demás también lo sean. Pero hay que tener mucho cuidado porque esta íntima dependencia entre unos y otros, en ocasiones, nos puede conducir a una reacción en bucle: uno sufre aparentemente sin necesidad al observar que el de al lado no consigue su dosis de felicidad en la medida que se espera, y éste a su vez no la obtiene porque observa que el primero no es feliz. Es decir, ambos sin saberlo realimentan su pesimismo.

En realidad, nuestra felicidad y la de los demás dependerá de la percepción que tengamos de los acontecimientos. Para algunos una catástrofe humanitaria no representará más que un episodio en un telediario, desde ese punto de vista no existirá obstáculo externo alguno que le impida ser plenamente feliz. Para otros, una simple circunstancia anecdótica la contemplará como una tragedia. Esto significa que la felicidad no depende de las circunstancias externas sino de cómo las consideremos.

Yo quiero ser feliz, pero sé que en buena medida esto depende de la felicidad de quienes me rodean y de la capacidad que yo tenga para, en su caso, insuflarles el optimismo necesario frente a la adversidad de la vida. La mayor dificultad para mí reside ahí: en la manera de concebir los actuales acontecimientos y las incertidumbres que encierran con positivismo. Esto podría explicar perfectamente el porqué las personas mayores, que tienen menos incertidumbres de cara al futuro, también tienen una visión más positiva de la vida, y relativizan mejor los acontecimientos negativos.

Recuerdo mis días de estudiante de ingeniería cuando creía que un suspenso en la asignatura de álgebra era el fin del mundo, por la sombra que arrojaba sobre mi futuro. Pasados ya muchos años, ahora a aquel suceso lo veo como una simple anécdota sin a penas importancia.

Me han preguntado hoy, al margen de acontecimientos personales como el nacimiento de los hijos y las vivencias personales con ellos y con la familia más cercana, cuál ha sido el momento más feliz de mi vida. He tenido muchos y podría dar una respuesta elaborada de manual, pero sobre todos ellos me vino uno a la cabeza. Es algo que me ha acompañado desde entonces toda mi vida. Se trata del día que me anunciaron que me seleccionaban para formar parte del equipo de fútbol de mi colegio en Ourense. Tenía 14 años y todavía hoy recuerdo perfectamente el momento preciso y la emoción y satisfacción que me produjo la noticia y recuerdo cómo saboree aquel instante en la más pura soledad, paseando por los campos de fútbol de la laboral de Ourense. No andaba, levitaba.

Desde aquél día he sido muy afortunado porque se han visto cumplidos muchos de mis sueños: obtener un título académico universitario, independencia laboral y económica, éxitos en algunos proyectos personales y colectivos y sin embargo, ninguna de estas cosas me han producido tanta felicidad como aquél otro simple acontecimiento deportivo.

La felicidad es un estado de equilibrio. Cuando estamos preocupados, cuando la presión ambiental nos puede, cuando las incertidumbres son mayores que las certezas no podemos ser felices. Pero nuestra mente diabólicamente hace que a medida que vamos consiguiendo objetivos, superando obstáculos, despejando incertidumbres, se creen nuevas necesidades que abren nuevas opciones y nuevas oportunidades para ser infelices. Y el cerebro de nuevo inicia la ruta para reequilibrar nuestro estado de ánimo y remover los obstáculos.

A pesar de que algunos dicen que todo es química, no conozco ninguna pastilla cuya ingesta nos haga ser felices. Estoy convencido que la felicidad reside en algún lugar recóndito de nuestro cerebro. Supongo que existen distintas vías y conductos para llegar a ella. Lo que sí tengo muy claro es que la felicidad no es una meta en la vida, sino la forma de estar y sentirse en ella.

Visto así, ser feliz es muy fácil: sólo se trata de estar bien y sentirnos bien con nosotros mismos. Y si tuviese que prescindir de una de estas dos condiciones diría por resumir que sobretodo de lo que se trata para ser felices es de sentirnos bien.


martes, 17 de marzo de 2015

Paralizado

Llevo unos días paralizado por la carga de trabajo que tengo que soportar. Este último viernes terminé agotado. Al finalizar la jornada laboral estaba desnortado. No sabía qué hacer. La jornada había terminado, pero el trabajo seguía acumulándose sobre la mesa. La única forma de despejarlo era dedicándole más horas. Afortunadamente era viernes. Podía tomarme un respiro esa misma tarde y programar la actividad para el fin de semana. El sábado podía dedicarle unas horas. Y el domingo, otras. Con eso, pensaba yo, sería suficiente para darle un impulso a las tareas pendientes y avanzar. Los fines de semana que paso en la oficina tienen otra ventaja y esta es que no existe el teléfono. No tengo que atender llamadas de teléfono. Puedo concentrar toda mi atención en lo que estoy haciendo. Resulta gratificante ver cómo progreso en el trabajo cuando no tengo interrupciones telefónicas, de correos electrónicos, etc.

Esta forma que tengo de ver las cosas es peligrosa, porque hace que vea como normal y habitual algo que en realidad es extraordinario. Sólo debería soportar la carga de trabajo correspondiente a las horas establecidas en mi contrato, es decir, cuarenta horas semanales. Ni una más. Sin embargo, con esta dedicación el trabajo no sale. Los asuntos se acumulan y requieren una respuesta. No queda más remedio que prolongar artificialmente la jornada laboral. Un día y otro día. Esta actitud mía ha terminado por cundir con el ejemplo y mis compañeras hacen lo propio. Ellas también, por obligación
 o por solidaridad, amplían su tiempo de trabajo, haciendo de lo extraordinario algo habitual.

Me he dado cuenta (desde hace ya tiempo) que en el día a día prácticamente sólo me dedico a lo urgente. Todo es urgente. No hay tiempo para meditar las cosas con tranquilidad. Todo tiene que salir ya. Todo tiene plazos y éstos terminan.

A veces uno se encuentra inspirado y con el cuerpo a tono. Entonces es capaz de enfrentar el reto, el de resolver los asuntos con esa celeridad que se demanda. Pero otras veces esto no ocurre así. El que haya pasado por este proceso me entenderá. Me encuentro paralizado. No sé por dónde empezar. No consigo concentrarme porque, sin haber terminado una, ya estoy pensando en la siguiente tarea.

Esto es lo que me lleva ocurriendo por ejemplo desde mediados de la pasada semana y se prorrogó durante el fin de semana. Esperaba disponer de tiempo el sábado y el domingo para trabajar. Pero no fue así. No hubo ninguna circunstancia que me lo impidiera. No hubo ningún motivo que imposibilitara acudir a realizar la tarea que me esperaba en la oficina. No hubo llamadas extraordinarias, acontecimientos imprevistos, etc. No. Simplemente el cuerpo se negó a trabajar. Dijo, !vasta¡, hoy, no y mañana tampoco.

Por más que cambiaba un papel de un lado para otro de la mesa. Por más que cambiaba de posición e incluso de mesa, no encontraba la forma de concentrarme.

"Lo tengo que hacer", pensaba yo. Lo tengo que hacer, me decía. En caso contrario empezará la semana con una mochila llena y muy cuesta arriba. Intenté inútilmente convencerme. Una parte de mi cerebro le ordenó a la otra que se pusiera en marcha; pero la otra se resistió y desobedeció la orden. En esta ocasión el reptiliano se impuso al neocortex. La parte más primitiva e irracional del cerebro se impuso a la más reflexiva y racional.

Este pasado fin de semana visité la oficina, pero no reconocí mi sitio en ella. Todo a mi alrededor me era extraño.

Tomé un papel en blanco. Anoté las tareas pendientes. Las ordené primero en función de la urgencia, después en función de mis apetencias para abordarlas. Después concluí que, en realidad, había cuestiones que no me correspondía a mí materializar. Taché aquellas que no requerían mi inmediata atención. Me quedé solo con una de ellas. Tomé los papeles, los miré y una vez más me quedé paralizado.

Hoy es lunes (o quizás ya martes de madrugada). Por fin he terminado de leer aquellos papeles seleccionados entre otros sobre los que debía haber trabajado el pasado viernes o el sábado o el domingo. Acabo de terminar y me he puesto a reflexionar sobre las posibles razones que me han tenido paralizado durante tres días. No las he encontrado; pero en cambio he observado que escribir sin la responsabilidad del cirujano que debe afinar su corte con el bisturí me relaja.


lunes, 9 de marzo de 2015

La intrahistoria de la Universidad de León

De antiguo, existe una tan vieja como estéril polémica entre los mal llamados titulados y títulos de grado medio y los de grado superior. Siempre me pareció una absoluta payasada subtitularse uno así mismo como "Ingeniero Superior" para remarcar la diferencia con aquél otro "Ingeniero Técnico". Recuerdo una ocasión en la que a un alto funcionario de una administración local que firmaba sus escritos e informes en calidad de "Arquitecto Superior" le requerí para que me indicara en qué parte de su título de arquitecto figuraba la expresión "superior". Todos los que yo he visto en mi vida pone "Arquitecto" o "Ingeniero", o, en su caso, "Arquitecto Técnico" o "Ingeniero Técnico". Nada de superior. Este añadido que él hacía era para diferenciarse de los "Aparejadores" o "Arquitectos Técnicos". Sobre esta cuestión, en los años 60 y 70 del siglo pasado mucho se ha escrito. Recuerdo incluso textos de insignes lingüistas (Ramón Carnicer) que abordaban esta, para ellos y sólo para ellos, trascendental cuestión. Parecía que los "inferiores" graduados querían robarles el alma a los "superiormente" formados. Como si el común de los mortales no supiese distinguir bien lo que es una "maestro" o un "aparejador" de lo que es un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Qué memez.

En aquellos tiempos, mucho antes de la existencia de los Planes de Bolonia, cuando los alumnos de una Escuela Universitaria de Ingeniería Técnica o de Aparejadores debían dedicar hasta ocho horas diarias de clase, distribuidas de lunes a viernes, en horario de mañana y tarde, e incluso los sábados por la mañana, los alumnos de las llamadas "Licenciaturas", por ejemplo, Derecho, debían asistir a clase  tan solo tres horas diarias (no tenían más de 4 o 5 asignaturas por curso).

Con independencia del álgebra, el cálculo o la física que debían superar los alumnos de ingenierías y que les tenía bastante ocupados, el prestigio social residía en las Licenciaturas. Los unos eran alumnos realmente Universitarios: los licenciados, llamados a ocupar la alta dirección de instituciones y empresas. Los otros no se sabía muy bien qué es lo que eran: ayudantes, subalternos... Ya he contado en este mismo espacio que un Rector Magnífico de la Universidad de León (al que le quedaba enormemente grande el cargo), en fase de campaña electoral, en los años 90, se acercó a pedir el voto de los estudiantes de las ingenierías técnicas sin tener la más pajorera idea de los programas de estudio o de cuántas horas de clase se impartían ni el número de asignaturas por curso. Por eso se permitió el lujo de criticar a aquellos alumnos que según él se matriculaban de ¡siete! y hasta de ocho asignaturas por año, desconociendo que en las ingenierías había cursos de hasta 10 asignaturas. Así le fue a la Universidad de León con semejante desinformado.

Pero la historia siempre la escriben quienes mandan. Y en la Universidad de León mandan las licenciaturas y sobre todas ellas las de Veterinaria o Biológicas. Por eso desde su constitución en el año 1979, de los SEIS rectores que ha tenido en total la Universidad de León, que yo recuerde al menos ha habido cuatro rectores profesores procedentes de estas Facultades: Andrés Suárez, Miguel Cordero Campilllo, Nieto Nafría y Angel Penas: dos de veterinaria y dos de Biológicas.

Por tanto, no ha de extrañar a nadie que en la página "oficial" de la Universidad de León se diga que los primeros estudios impartidos en León fueron los de Veterinaria, que se iniciaron, según el redactor se esta errada pagina, en el año 1943, seguidos de los de Biológicas...y después Magisterio... y después Minas.

Tanto la fecha como el orden de prelación son un manifiesto error. Yo he dicho hasta resecárseme la boca que en la ciudad de León los primeros estudios, muy a pesar de algunos prebostes que se empeñan en ignorarlo, fueron los de Magisterio, que se iniciaron en el año 1843 (siglo XIX). Después efectivamente fueron los de Veterinaria en 1852 (también en el siglo XIX, no en 1943 como se cita) y posteriormente no fueron los de Ciencias Biológicas (que son del año 1969), como se sugiere en la página web oficial de la Universidad, sino los de Minas (ahora sí en el año 1943). Lo que ocurre es que, efectivamente, tanto los de Magisterio como los de Minas están relacionados con escuelas Universitarias de "menor rango", y da más lustre citar en la página oficial a los de Veterinaria y Biológicas, dónde va a parar.

Solo espero que en la redacción de esta tan pequeña como errada síntesis de los antecedentes de los estudios universitarios en la ciudad de León no haya tenido nada que ver aquél desinformado Rector de la facultad de Filosofía e Historia al que he aludido, porque ya sería la bomba.

Solo quiero apuntar una cosa más, ¿qué se puede esperar de una Universidad que conoce tan mal su reciente historia?

miércoles, 4 de marzo de 2015

El valor de las piedras

El pasado fin de semana, mi amigo Manolo me regaló unos magníficos ejemplares de galena argentífera, procedentes del yacimiento del que él es Director facultativo. Manolo y yo compartimos  aficiones y también algunas cosas de las que no nos sentimos especialmente orgullosos, como puede ser una ignorancia supina sobre mineralogía que mal llevamos y tratamos de disimular. Al entregarme algunas piedras me hacía la siguiente observación: "¡Fíjate en este color verde!, ¿a que parece malaquita? Pues, no lo es. Es "auricalcita". ¿Habías oído hablar alguna vez de este mineral?, pues yo tampoco". Por lo que parece, según los entendidos, la misteriosa "auricalcita" es un mineral común que aparece de manera abundante en este yacimiento, junto a la galena argentífera, y al aragonito azul, y a la smithsonita, y a la hemimorfita...

Ante su insistencia, finalmente, he tenido que terminar por reconocer que salvo el aragonito azul, por razones obvias, y la galena, esta última, además, por el peso, me resultaría difícil reconocer el resto de minerales asociados que se dan con tanta abundancia y generosidad en ese yacimiento.

Como siempre, hemos apurado nuestros cafés retorciendo el gesto y lamentándonos de nuestros escasos conocimientos sobre la materia.

Manolo y yo compartimos otras cualidades: los dos somos igual de miedosos. Él no se atreve a adentrarse en las galerías y pozos mineros de explotaciones abandonadas. Y yo tampoco. Cuando hablamos de ello, siempre decimos lo mismo: "para adentrarnos debemos ir bien equipados, con botas, cuerdas, medidores de gases, etc". Sin embargo, cuando encontramos compañía bien pertrechada nos situamos un paso por detrás.

Al finalizar la jornada, hablamos de los maravillosos reportajes fotográficos que han realizado los demás, los que sí se atrevieron a entrar, de las maravillosas estructuras cristalinas que tapizaban las paredes de las galerías y los magníficos ejemplares recolectados.

Apesar de nuestra generalmente escasa aportación a la recolección y a los hallazgos, disfrutamos por igual contemplando un ejemplar de mano de esa maravilla de la naturaleza, de ese prodigio que constituye la cristalización de un mineral. Buscamos la estructura cristalina y si no la encontramos nos conformamos con pensar que si dispusiésemos de una lupa con los aumentos adecuados seríamos capaces de distinguirla: "mira, en esta muestra apenas se ve, pero si tuviésemos una lupa veríamos unos cristales perfectos y maravillosos". El mero hecho de contemplar esta posibilidad, la de ser capaces de ver los diminutos cristales, es suficiente para hacernos sentir felices durante un buen rato.

He lavado y preparado mis ejemplares de galena argentífera, que sé que contienen plata porque me lo ha dicho Manolo. Y él lo sabe muy bien porque se lo ha dicho el que sí se atrevió a adentrase en la galería, a quien a su vez se lo dijo uno que le acompañaba que se dedica profesionalmente a su comercialización. Para nosotros esto es garantía suficiente.

He contemplado a la luz natural el brillo acerado de la muestra con una fractura fresca y recién lavada. La he sopesado en la mano: "¡Cómo pesa!". ¡De aquí sale el plomo! La he colocado en la estantería en un lugar privilegiado, el que corresponde a los últimos hallazgos.

Estas piedras entran a reposar en mi estantería con la misma facilidad que salen de ella. A la pregunta "distraída" de quien se deja caer sutilmente por allí de "¡Qué piedra más bonita!, ¿tienes alguna más como ésta?", siempre le sigue la misma respuesta:  ¡sí, esa justamente es la tuya, puedes llevártela! Exactamente igual que mi amigo Manolo, que el otro día en su casa de Donillas me dijo, "¡elige todas las que te gusten y llévatelas!"