viernes, 30 de marzo de 2012

El neutrino se cansó de hacer de liebre


Lo dije en septiembre del pasado año. Entonces me llamó la atención y me hizo mucha gracia el anuncio que hizo público el CERN, mediante el que comunicó a la humanidad, urbi et orbi, que Einstein se equivocó. Uno más listo que el científico alemán nos anunció que encontró una partícula más rápida que la luz: el neutrino. Con mi habitual escepticismo yo no me lo creí; pero sí pensé que ese anuncio tenía alguna finalidad. 

Como digo, en el mes de septiembre de 2011, ese anuncio me inspiró el siguiente comentario:

"Sin embargo, de todo este asunto, en mi opinión, sólo subyace una realidad incontestable. Y esta es que el famoso CERN, el acelerador de partículas y todos los ingenios que llevan asociados, se han dejado ver y en esta crisis económica galopante, en la que peligran primeramente las inversiones en investigación y en la que se anuncian un día sí y otro también recortes en personal, esta comunidad prestigiosa de científicos nos ha dicho, así por lo bajinis, "hombre, ahora que estamos a punto de descubrir algo grande no me recorte presupuesto usted".

A mí me parece bien. Cada uno se las ingenia como puede para salvar lo suyo y para que a él no le afecte ni la crisis ni los recortes. Hasta ahora no conocíamos que este centro hubiera obtenido algún resultado práctico en sus investigaciones. Ahora parece que se agolpan. Son científicos. Son las personas más eminentes de la ciencia quienes los suscriben, por tanto, también algo de ciencia habrán puesto en su anuncio para evitar los inevitables recortes presupuestarios a sus proyectos. La ciencia también vale para eso. Yo me alegro".

Hoy la comunidad científica ha querido terminar de una vez por todas con este asunto. Ha restituido la corona a Einstein y ha exigido que el responsable del acelerador de partículas pida disculpas y se marche para su casa. El pobre neutrino se cansó de correr y ha decidido dejar de hacer de liebre para el fotón. El espectáculo se acabó. Qué pena, con la ilusión que me hacía que las cosas pudieran ser de otra manera.

¡¡¡Hay que ver que poco sentido del humor tienen algunos!!!

domingo, 25 de marzo de 2012

El trabajo bien hecho

Para algunos existen actividades muy importantes, algo importantes y poco importantes. Una adecuada jerarquización de los encargos de trabajo en función de su importancia, con permiso de la nueva reforma laboral del Gobierno, nos puede ayudar a retener por algún tiempo más nuestro puesto de trabajo. Es habitual que ante un encargo de trabajo cualquiera, antes de acometerlo, uno se pregunte en primer lugar por su grado de importancia. Si es poco importante nos podemos relajar y despacharlo en unos minutos, juntando unas cuantas letras, en algo que se podría parecer a un "informe"; pero que en realidad no es más que una relación inconexa de frases que el oficio y la práctica nos dictan casi de forma mecánica.

Sin embargo, para mí todos los trabajos son igual de importantes. O mejor dicho, el último de ellos, el que tengo en estos momentos entre manos es el más importante. Para mí, el último encargo es siempre el más importante. Y como tal lo acometo con la misma ilusión del principiante.

El empeño y la ilusión puestos en su elaboración son factores determinantes para que el trabajo resulte bien hecho. Pero no son los únicos ingredientes. Un trabajo bien hecho debe aportar siempre alguna novedad. Debe ser creativo o lo que es lo mismo, debe ser heurístico. Además, en su desarrollo, en la fase de elaboración debe proporcionar al que lo realiza (además de satisfacción) conocimientos y, por tanto, debemos obtener de él alguna enseñanza: es decir, debe ser propedéutico. Finalmente, si queremos que el trabajo esté realmente bien hecho debe servir también para que los demás, a quien va dirigido o a cualquier otra persona que lo lea, puedan aprender y obtener de él alguna enseñanza, debe servirles de modelo o lo que es lo mismo, debe ser ejemplarizante o paradigmático.

En definitiva, para que un trabajo esté bien hecho debe acometerse con la misma ilusión que el primero, dándole la misma importancia que al más importante, se debe disfrutar durante su elaboración y el resultado debe ser "heurístico", "propedéutico" y "paradigmático".

Esta es una fórmula maravillosa. La aprendí de un viejo profesor de la escuela de ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Madrid, para que no me acusen de corporativista. La he leído, en palabras escritas por su hijo, en innumerables ocasiones. Y otras tantas veces la he difundido. La divulgo como si su paternidad fuese mía, convencido de su utilidad, porque yo la aplico y sé que funciona. Es la fórmula mágica para realizar un trabajo bien hecho.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Matar judíos

En el Bierzo existía una costumbre en Semana Santa que consistía en "ir a matar judíos". Así se le llamaba a salir de bares a tomar unos cortos de limonada con los amigos. Entre los chavales era habitual denominar a esta práctica tan inocente de chatear con esa expresión tan horrible. Nunca medité seriamente sobre ella. ¿Quién podía tomársela al pie de la letra? Nunca he querido saber si todavía se habla empleando estos mismos términos.

En una ocasión invitamos a unos amigos ingleses a nuestra casa. Ninguno de ellos hablaba correctamente el castellano. Una Semana Santa salimos de chateo y les informamos en qué consistía la actividad. Cuando tradujimos del castellano al inglés la expresión "Matar judíos", tuvimos que repetirla varias veces. Nuestros amigos ingleses no se podían creer lo que se les estaba traduciendo. Ponían cara de horror y solicitaban una confirmación del mensaje que se les trasmitía. Aquél día me di cuenta de la gravedad de la expresión. Fue aquél día en el que se produjo un punto de inflexión. A partir de entonces desterré de mi vocabulario semejante improperio. Hoy al recordarlo me siento un poco avergonzado y no puedo olvidar la cara de estupor de mis amigos ingleses. Entonces me pregunté si no llevaríamos los españoles la xenofobia en la masa de la sangre. Los judíos, los gitanos, los "moros"... Quedé paralizado con el hallazgo.

Ya han transcurrido muchos años, pero cada vez que se produce un acontecimiento que atenta contra las personas por ser de una ideología distinta o de una raza distinta o simplemente por discrepar con el punto de vista del otro, me entra un escalofrío y me viene a la cabeza el recuerdo de la cara de mis amigos ingleses.

Hoy es un día de esos.

Cuando se produce un suceso trágico como el de Noruega o el más reciente de Toulouse, en el que un individuo sin escrúpulos acaba de forma indiscriminada con la vida de unas cuantas personas que no mantenían relación alguna con su asesino. Cuando se siega de forma abrupta la vida de unos cuantos niños y jóvenes con todo un futuro por delante. Cuando se mata a un maestro, cuyo delito es disfrutar de su profesión, y estar justo en el lugar donde se va a producir la tragedia. Cuando la sinrazón se cuela en nuestras vidas de una forma tan dramática, se nos encoge el corazón. Quedamos petrificados frente al televisor que nos relata los sucesos de una incomprensible tragedia.

En esos momentos se agolpan las preguntas, pero sobre todas ellas, una: ¿Por qué? Cada uno tiene su versión. Unos dicen que el individuo estaba loco, ¿quién si no puede acometer un acto de esta barbarie? Otros, que fue por pura venganza. Hay quien lo atribuye a conductas y comportamientos xenófobos. Otros dicen que se trata de individuos de extrema derecha, o de extrema izquierda, o de extremo centro. Qué más da. Seguro que era un extremista. Esto lo explicaría todo y así todos más tranquilos. El asunto ya no nos toca tan de cerca. Estamos salvados. Estamos en sagrado, por emplear una expresión francesa.

Pues, no. Para mi el asunto es todavía más sencillo y por eso entiendo que es mucho más peligroso. Detrás de todos esos comportamientos extremistas desde el punto de vista ideológico o de la raza hay un denominador común: el odio. El odio al otro. El odio al diferente. El odio al que no es como yo.

El diccionario de la Real Academia Española define el "odio" como la "antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea". La primera parte de la definición no me preocupa: no todo el mundo tiene por qué caernos simpático; pero la segunda es demoledora: dice la definición del DRAE, "cuyo mal se desea". Por eso a nuestro "antipático enemigo" le podemos desear, por ejemplo, que se quede sin trabajo, que se le estropee el coche o que pierda un poquito de salud. Pero también puestos a ello, por qué no desearle que se arruine y que nunca encuentre un puesto de trabajo dignamente retribuido, o que le fallen los frenos del coche y se estampe contra una farola o directamente que le entre una enfermedad rara y dolorosa que acabe con su vida. No nos cae simpático y lo odiamos. ¡Que se joda! Pero además, hasta dónde estaríamos dispuestos a actuar para que sufriese algunas de las desgracias descritas. Si lo odiamos tanto, si tenemos la oportunidad ¿Por qué no pasar a la acción? ¿Para qué esperar a que el azar haga su trabajo, pudiendo nosotros echarle una mano?

El odio y la xenofobia son más sutiles de lo que parecen. No hay más que agudizar el oído para darse cuenta de ello. Forman parte de los elementos constituyentes de nuestra cultura y de nuestras tradiciones. Hay que tenerse mucho ojo con ellos. Ninguno estamos libres de estos sentimientos; por eso es tan importante la educación cívica. Por eso es tan importante la alianza de las civilizaciones que tanto se ha menospreciado y ridiculizado. Por eso es tan importante la convivencia multicultural. Para conocer al otro. Para aceptarlo. Para no odiarlo.  

Para que los telediarios no den cuenta nunca más de sucesos como los de Toulouse.

sábado, 10 de marzo de 2012

La reforma laboral

Hace muchos años, un joven investigador se acercó al Parque Científico de León con una idea debajo del brazo. Le acompañaba su padre y un manojo de planos en los que desarrollaba una patente fruto de su ingenio. El proyecto tenía que ver con la mejora de los tiempos y la eficiencia en la fabricación en una cadena de montaje. El joven venía recomendado por el Instituto de Promoción Económica de León, sociedad que había valorado positivamente la viabilidad económica de su iniciativa. Mi pregunta fue: ¿Y esto dónde se puede aplicar? El autor me enumeró una serie de industrias que podrían ser beneficiarias de su invento. Entre ellas, citó una muy conocida ubicada en la ciudad de León, dedicada a la fabricación de motores. Me pareció que podía ser interesante pulsar la opinión del propietario de la firma sobre esta cuestión. 

La respuesta del empresario nos dejó helados. Sin ambages rechazó cualquier posibilidad de discutir sobre la cuestión. Simplemente dijo, no. ¿Mejora de la productividad?: no. Y con sorna añadió: ¡hombre si me trajeran ustedes un invento para fabricar menos y a menor precio, quizás sí me interesara! Quedaba claro que, por las razones que sean (ahora no voy a entrar en ellas) a este empresario no le interesaba producir ni más ni mejor. Con lo que tenía le bastaba y estaba a gusto. Esto, sin duda, es una contracción si pensamos que el objeto de toda empresa es maximizar los beneficios. Y la mejora de la productividad es una forma de conseguirlo. Pero como he dicho a este empresario no le interesaba.

Esto es un caso raro. Debo añadir que el empresario del que hablo, también lo era. Pero el relato es cierto. Hoy con la reforma laboral del Gobierno, esta actitud caprichosa y aparentemente inexplicable del empresario daría al traste con un buen puñado de empleos. Mandaría a las listas del INEM a un buen número de buenos trabajadores por el mero hecho de no estar interesado en producir más ni mejor. Muchas familias se verían en una situación precaria por ello. O bien, para no ponerse tan trágicos, el mismo empresario podría reducir los salarios de toda la plantilla justificándolo en una baja productividad. Se podría objetar que con tal actitud se pondría en riesgo la viabilidad económica de la empresa. ¿Pero existe alguna razón que obligue a un ciudadano a continuar con una actividad que no le interese o que simplemente pretende desacelerar? La empresa es suya ¿no? Pues eso.

A partir de un ejemplo real, estoy reflexionando en alto sobre la nueva reforma laboral. Esa que según los impulsores de esta iniciativa dicen que la nueva norma introduce mejoras que flexibilizan la contratación laboral, garantizando el empleo.

Ahora bien, ¿qué no podríamos decir de aquel otro empresario que fraudulentamente pretenda maquillar las cuentas de su empresa simplemente para reducir plantilla o bajar los salarios de los trabajadores? Si es cierta aquella máxima de que el objeto de toda empresa es maximizar los beneficios, ¿Por qué no emplear todos los medios que la Ley pone a nuestro alcance para hacerlo? Por ejemplo, reduciendo costes de personal y derechos laborales. ¿Acaso no se gana así competitividad?

Francamente, no veo la relación que existe entre la reforma laboral decretada por el Gobierno y la generación de empleo. Ojalá me equivoque. Ojalá me equivoque y el tiempo nos ilumine y nos quite la razón.


domingo, 4 de marzo de 2012

Vaca leonesa, aguja y ternera argentina

Este sábado fui a Ponferrada a degustar una variedad de carnes que me habían anunciado se preparaban en un conocido restaurante. Cometí, al menos, dos errores. El primero, pasar por casa de mi madre. No pude resistirme a probar un poco de las sobras del cocido del medio día y un trozo, quizás alguno más, de bizcocho hodierno . El segundo consistió en la compañía elegida. Estas dos circunstancias hicieron que la comida quedara en un segundo plano, de manera que no me es posible certificar la calidad de la cocina.

Me he traído para casa deberes. El último libro de Saramago, Claraboya, la novela perdida, que su autor se negó a publicar después de que fuera rechazada por una editorial cuando se la envió en su juventud, y dos libros más, de Jorge Ibargüengoitia que, me perdone el escritor, sus admiradores y mi hermana que me los regaló, no tengo ni puñetera idea de quién es. No sé el orden por el que empezaré su lectura; pero de lo que sí estoy seguro es que ésta será a partir de mañana. Hoy ya es muy tarde.

viernes, 2 de marzo de 2012

El teléfono móvil

Habrá quien todavía recuerde aquellas simpáticas imágenes de individuos hablando con un aparatoso teléfono  inalámbrico por la calle. Como la cobertura no era la de hoy, los interlocutores se interpelaban a grito pelado. A los que asistíamos a semejante espectáculo, la acción nos parecía una absoluta falta de respeto. Lo considerábamos una intromisión en nuestra intimidad. Estabas esperando tranquilamente el cambio del semáforo y de repente un viandante se ponía a tu lado a vociferar aireando sus cuestiones más íntimas y personales. Pero si la estampa la adornamos con la descripción del tamaño de aparato, la situación alcanza proporciones de comedia.

Soportábamos pacientemente la intromisión porque además de cómica, resultaba un hecho raro y excepcional. En el Bierzo para describir el ingenio se le denominó "mancontro" porque desde lejos se oía a alguien decir "mancontro aquí, justamente frente a tu oficina, baja y tomamos un café". Indudablemente era una estampa graciosa.

En aquella época, en nuestra vida laboral cotidiana el rey era el teléfono fijo, el mismo que utilizaba el humorista Gila en sus eskechs. Y, en nuestras relaciones personales, imperaba el "bis a bis". Como mucho el invento de Bell se utilizaba para concertar una entrevista, para quedar. Cuando se comunicaba telefónicamente con el otro se hacía por corto espacio de tiempo, el justo para intercambiar protocolarios saludos y concertar el encuentro.

Mientras tanto uno planificaba su trabajo, y salvo las urgencias que se presentaban en el día, las jornadas transcurrían siguiendo el guión diseñado, a la velocidad de crucero establecida.

Hoy el teléfono móvil lo ha cambiado todo. O mejor dicho, por no apuntar a un sólo culpable, las nuevas tecnologías de la información son las que han puesto todo patas arriba. La comunicación con cualquier individuo que consideremos es inmediata. No importa el rango ni la distinción. Lo mismo da que sea el jefe de servicio de una lúgubre administración, nuestro cantante favorito o el deportista de moda. Todos ellos tienen teléfono móvil, correo electrónico, cuantas en twiter, tuenty, etc., etc. Hacernos amigos, tutearlos o dejarles mensajes soeces, si fuera el caso, está a un sólo clic.

Esto, que en la vida privada puede resultar algo incómodo, me refiero a que un intruso se cuele en tu espacio, es algo que se da por descontado, es el precio que hay que pagar por estar en la "red", en la vida laboral se convierte, al menos para mi, en algo insoportable. No hay organización ni planificación que se resista. De forma continuada y sin tiempo para la reflexión debes atender las llamadas procedentes del teléfono fijo, las del teléfono móvil, debes contestar a los correos electrónicos, leer los SMS, la correspondencia ordinaria y atender a las visitas que ingenuamente se acercan pensando que eso les dará el privilegio de la exclusividad. Cualquier interlocutor se arroga el derecho de preferencia. Marca tu número, escribe tu cuenta de correo y entra en tu espacio con o sin tu permiso, con tu o sin tu anuencia. Se erige en el dueño de tu tiempo y se arroga el derecho a cambiar tu planificación por su urgencia o, en el peor de los casos, por su capricho.

Hay días que tengo la impresión de estar girando en un tornillo sin fin: tras finalizar la atención a las llamadas del fijo, debo atender las del móvil, en ocasiones disculpándome previamente porque debo atender otra simultánea en el fijo y viceversa. A veces, las llamadas se producen para comunicarte o para solicitarte el envío de un correo electrónico. De manera que vas de una aplicación a otra girando y girando en una noria que sin embargo no se mueve de su implantación fija: no avanza.

Cuando terminas de concatenar una serie de estas interminables llamadas y comunicaciones siempre, no sé por qué ley, se produce una última que es la más irritante. Aquella en la que el protagonista es el mismo interlocutor que realizó la primera. En ella te pregunta si le has hecho el encargo comprometido en la primera llamada. Normalmente me quedo paralizado. Apenas puedo articular palabra después de un prolongado silencio. Me pregunto, yo que soy poco dado al abuso de las nuevas tecnología de la comunicación, si seré el único que padece esta realidad.

Por poner un ejemplo para que se me entienda: hoy tiraría el teléfono móvil a un horno alto en el que pudiéramos recuperar el coltan, arrancaría los cables del fijo y destrozaría el rúter de la conexión wifi. Hoy por poner un ejemplo para que se me entienda estoy hasta los "güevos" de las nuevas tecnologías de la comunicación, quiero que vuelva el teléfono de Gila y con él los tiempos en los que le veías la cara al interlocutor. Esos sí que eran buenos tiempos. Sí, hoy odio a Edu, aquél niño que nos deseaba feliz navidad.